Otro
asunto peliagudo es el del mascar tabaco, costumbre prácticamente desaparecida.
Encontramos
la siguiente descripción:
Para
mascar el tabaco (verbo impropio si los hubo pues no se masca, sino que se
exprime por presión), se corta de la cuerda un trozo como de media pulgada, se
enrosca, se introduce en la boca y con el índice se hunde en el lado izquierdo
de ella entre las llamadas muelas del juicio. Un movimiento dulce e insensible
de las mandíbulas tritura poco a poco el tabaco; de vez en cuando se da una
vuelta a la mascadura con la lengua; cuando el tabaco no sabe a nada y parece
paja se trae la pelota adelante, se aprieta entre la lengua y los dientes y se
arroja.
El
arte de fumar. Tabacología universal, por Leopoldo Garcia Ramón, Paris 1881,
edición facsímil de editorial Maxtor.
En caso de que la descripción anterior no produzca el suficiente rechazo en quien la lea, se podrá rematar la jugada acudiendo a las descripciones que del hábito de mascar tabaco -y del constante escupir que lleva a aparejado- hace Dickens en su novela Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit. Insiste particularmente en ello en los capítulos que relatan las aventuras del protagonista en los Estados Unidos. La descripción inmisericorde que hace del país y de sus habitantes se encuentra constantemente aderezada y recrudecida por la general falta de higiene y en particular por todo lo relacionado con los esputos del tabaco.
Veamos
un ejemplo en el que un personaje norteamericano reúne tanto la costumbre de
mascar tabaco todo el día como la falta de higiene y de modales elementales. Es
un párrafo del capítulo xxxiv, en la edición magnífica de Alba Editores: “Enfrente
tenían a un caballero exaltado por el tabaco, con una barbita hecha de los
desbordamientos de esa hierba que se habían secado en torno a la boca y la
barbilla: un adorno tan común que apenas llamó la atención de Martín; pero ese
buen ciudadano, ardiendo en deseos de afirmar su igualdad con los recién
llegados, chupó el cuchillo y cortó con él la mantequilla, justo en el momento
en que Martín iba a servirse un poco. Lo hizo con tal jugosidad que le habría
revuelto las tripas a un carroñero.”
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