Si
la comparamos con Pierrot Le Fou, L’ Horloger de Saint-Paul (es decir el
Relojero de San Pablo, en español), es otra cosa, un tono diferente, mucho más sosegado
y tenue. Es otra manera de hacer cine.
La dirigió Bertrand Tavernier. Es de
hecho su primer largometraje. Nos ha gustado enterarnos de que Tavernier fue
ayudante de Jean Pierre Melville, uno de nuestros directores favoritos. A
Bertrand Tavernier no hace falta presentarle. Recordemos algunos
grandes títulos como Coup de Torchon,
Un Dimanche à la Campagne o la
fabulosa Ça Commence Aujourd’hui. Y en otro género, Round Midnight, con el saxofonista
Dexter Gordon.
Para
el Relojero de Saint-Paul contó con dos actores magníficos con los que volvería
a trabajar a menudo como son Philippe Noiret y Jean Rochefort. Noiret da vida
al relojero y compone un papel sensacional. La película se estrenó en enero de
1974. Está basada en una novela del gran novelista Georges Simenon, padre literario
del extraordinario comisario Maigret. Quien conozca un poco la obra del escritor
belga entenderá perfectamente el tono de la película y los comentarios que
siguen a continuación. Además, la ciudad.
Porque
la acción transcurre en la ciudad de Lyon –dónde la película se filmó
realmente- y parece que se contagia, o que recoge a la perfección el ambiente
del lugar. Se da la circunstancia de que Tavernier es de Lyon y que llevó la
acción de la novela de Simenon a un entorno que conocía muy bien por tratarse
de su ciudad natal. La ciudad es hermosa, sin ser grandiosa: dos ríos, amplias
perspectivas, un aire y una riqueza burgueses, edificios imponentes, avenidas
bien trazadas, hermosas plazas, gran comercio. En definitiva, el gran atractivo
de la poderosa ciudad de provincias en la que nada falta. Sin embargo, ese atractivo
se encuentra matizado y contenido por un tono general apagado, de nube que
navega baja, de rayo de sol que sale un momento y se retira azorado por no
haber sido invitado, de ciudad adaptada para que fluyan los negocios sin que
ningún exceso impida cerrar las operaciones en curso.
La
película que empieza con una opípara cena de amigos, refleja todo aquello
perfectamente. Está en el guión por supuesto, pero también en la manera de
contar, voluntariamente sobria, realista, incluso parca. Tavernier se cuida
mucho de ahorrarnos un documental turístico, lo que hay que agradecerle
efusivamente. La ciudad la reconocerá quien se la haya pateado un poco. Veremos
alguna perspectiva, puentes, los ríos, sí, el barrio de Saint-Paul, pero sin
cebos para futuros visitantes[1]. Ahora
que el ambiente está ahí, la ciudad nos la mete en la pantalla, y con qué
maestría, como Simenon es capaz de hacerlo escribiendo, con precisión de
miniaturista, con paciencia, con una agudeza que no deja escapar un detalle. Se
oyen los pasos sonar sobre el opulento adoquín, se ven los días pasar en el
taller del relojero, una rutina burguesa, sí, pero donde también caben la amistad,
los buenos momentos, el dulce pasar de una vida ordenada en un entorno
equilibrado, agradable, civilizado.
La
narración irá poco a poco mirando a través de esas apariencias tranquilas,
sirviéndose para ello de la relación entre el relojero y su hijo adolescente. Y
lo hará sin estridencias, sin exabruptos, sin denuncias maniqueas. Es quizá lo
que la hace más interesante y cercana. Ese tono apagado, que al principio nos
hacía presagiar lo peor, poco a poco va ganando al espectador porque, en el
fondo, el relojero va mirando su vida como el espectador la suya.
El
hijo no aparece más que en la parte final, pero desde el principio está
presente: en las conversaciones del padre con sus amigos, en la casa dónde la
cámara nos permite ver su cuarto y, en seguida, tras un incidente que no
desvelaremos, en las conversaciones del padre con el policía encargado de la
investigación, encarnado por Jean Rochefort.
En
estas conversaciones y en las que el padre mantiene con otros personajes casi
desde el principio de la película (el amigo que mejor le conoce, la que fue
niñera del chico, el abogado, etc.) iremos conociendo el pasado -matrimonio,
vida conyugal, ruptura, infancia del chico, adolescencia- y la relación entre
padre e hijo. Sin querer, sin proponérselo, viven en realidad de espaldas el
uno al otro. Eso dará pie, a su vez, a que la narración vaya ampliándose. Sin
abandonar al relojero ni alejarse del conflicto generacional que ya es central,
empieza rápidamente a transmitirnos una imagen del conjunto de la sociedad y de
la época en que se mueven los personajes. El comisario también tiene hijos y
hablara de ellos con el relojero.
El
relato se va por tanto enriqueciendo gradualmente, cobrando verdadera densidad
e interés, a medida que el relojero se interroga, habla con el policía, se
pregunta por su vida, por su hijo, por la sociedad de la que son parte, a
medida que el espectador, si se ha dejado atrapar en el juego, lo que no es
difícil, va haciendo algo similar, tanto sobre lo que ve, como sobre sí mismo.
La
narración oscila con mucha agilidad y naturalidad entre esos dos planos, el
cercano de padre e hijo, el más amplio de la sociedad francesa del momento. El
retrato que de ella va emergiendo, sobre fondo de recuerdos de guerra de
Argelia, de querellas políticas, de sindicalismo, de matonismo patronal, es el
de un ambiente opresivo, asfixiante, dónde es lógico que no quepa y no quiera
estar la juventud. En el fondo, la eterna crítica de una generación a la anterior.
Algo que todos conocemos. Ante lo que ha hecho su hijo, el relojero deberá
decantarse, elegir. La película muestra a ese hombre corriente enfrentándose a
un suceso por completo inesperado y nos conduce de forma magistral, sin apenas
estridencias, hasta el momento de la elección –fabuloso contrapicado de Noiret
declarando- y de sus consecuencias. Para que no se desanimen los posibles
espectadores sólo diremos que el relojero acierta.
Vamos
que la película tiene más capas de una cebolla. ¡Hombre, menuda forma de
resumir! ¡Que me mancha el final del artículo con su cebolla! ¡Con lo curioso
que me había quedado! Usted a callar, que para eso mando yo que soy el editor.
Es lo que tiene el poder.
[1] La diferencia en esto con una
película que también se apoya sobre una ciudad, La gran belleza, de Sorrentino,
tan ordinaria, tan zafia, salta a la vista.