Uno es un fervoroso lector de Baroja. Termino ayer su novela El árbol de la ciencia, con una cierta decepción, tal vez la primera con don Pío, después de la trilogía vasca, de las Memorias, de la serie el Mar, tan extraordinaria, de las maravillosas Memorias de un hombre de acción, etc.
La novela no acaba de ser buena, redonda, ni siquiera creíble, y se ha quedado muy acartonada, encajada entre las diversas tesis que maneja, convertida más en esperpento que en novela. Viene a ser una escritura paródica, que sólo se salva por la descripción de tipos, la agilidad narrativa cuando escapa a los momentos de tesis, la descripción de paisajes y ambientes, en la que la mano de Baroja es la de siempre.
No es que lo que cuenta no sea verosímil, es la forma en que sucede, en que se cuenta, lo que falla, lo que no se acaba de creer y eso precisamente tratándose de Baroja es lo extraordinario, que falle la narración. Aunque está lleno de aciertos, y las cien primeras páginas son extraordinarias, se anquilosa rápidamente y acaba en una decepción. Ni siquiera el tratamiento que se da al hombres desesperado redimido por el amor, resulta convincente, pues desde que el amor aparece sabe el lector que le espera, para encajar con la tesis tremendista el más feroz de los batacazos.
Arranca de forma espléndida con la descripción de la vida de Andrés Hurtado y el peregrinaje constante de personajes que van desfilando por delante del lector, página a página, algunos verdaderamente extraordinarios como Lulú. Mucho más esquemáticos y arquetípicos los demás, como colocados al servicio de la tesis, de la discusión teórica entre tío y sobrino con que la novela se partirá hacia la mitad. Se parte, se frena y se enfría. Tal vez lo que más molesta es la constante presencia del narrador manejando los acontecimientos al servicio de lo que quiere demostrar, careciendo los personajes de autonomía alguna. Todo es demasiado unilateral, esquemático, ajustado a lo que se persigue: la demostración de la negrura y absurdez, crueldad y sinsentido de la vida.
Otro inconveniente enorme es la proyección de esa misma tesis (la negrura y absurdez de la vida) sobre España, de una manera muy noventayochista (como es lógico por otra parte, pero aquí con tan poca sutilidad que molesta verdaderamente mucho). El protagonista vive sumido en la depresión, consciente de la inutilidad de todo esfuerzo, deseando la revolución y esto se desarrolla a su vez en otro pozo negro que es la propia España dónde nada sirve, nada hay, todo es inútil. La narración está al servicio de la demostración y el sostenimiento de semejante tesis, de una forma pertinaz, constante, tan arbitraria, tan sesgada, que se torna burda, tosca.
Se aceptaría el retrato de los bajos fondos, el retrato de un personaje neurótico y depresivo, el derecho del autor a escribir un esperpento, poniendo la lupa sobre ciertos aspectos de la vida social a los que voluntariamente se limita, aumentándolos de manera desproporcionada. Pero resulta tremendamente artificial y forzada la proyección de ese esperpento sobre toda España, como si de una demonstración se tratara. La vida de Andrés Hurtado es así porque se desarrolla en un país que es su propio reflejo, que no tiene remedio, en el que no hay nada que hacer. En esto la visión del escritor es sorprendentemente miope, deformante, limitada y falta de todo matiz. Quien haya leído a don Pío sabe que es gruñón y pesimista, pero aquí estos rasgos predominan de tal forma que torpedean la obra, entorpecen al escritor, pesan sobre la narración hasta hundirla.
El esperpento en que se condensa la descripción de la sociedad por la que se mueve Andrés Hurtado, brillantemente narrado, cuando se proyecta sobre el resto del país, sobre la totalidad, para explicarlo o justificarlo, resulta excesivamente forzado y esquemático y acartona la novela hasta hacerla completamente rígida y poco creíble. Resulta decepcionante y por eso tal vez, para introducir a Baroja, la novela puede no ser la más adecuada, pues desanimará sin duda al lector novel de emprender futuras lecturas.
Para concluir, ni como esperpento, pues tendría que exagerar más todavía, al modo de Valle Inclán, ni como novela es una obra acabada y redonda. Además, el paso del tiempo y lo que sabemos tanto sobre la Restauración como sobre la generación del noventa y ocho contribuyen a poner evidencia su artificio, su voluntaria y arbitraria desfiguración de la realidad al servicio de un sentimiento de pesimismo no necesariamente fundado sobre elementos objetivos, racionales, que pudieran de alguna forma justificarlo. No es el gran Baroja que conocíamos, pero así es la vida. Hasta don Pío tenía que pinchar alguna vez.
Doroteo
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