Tarde de toros. Aquí estamos de
nuevo. El invierno es un recuerdo. El abrigo de paño de lana ya cuelga hasta el
año que viene en el armario ropero. Le hemos cosido un botón. Percha de madera
con la forma de los hombros, grises espiguillas, se balancea un poco al
colgarlo, hasta quedar inmóvil rodeado de bastones, cajas de sombreros y de
guantes, botas altas, zapatos con hormas de madera de cedro. Todo queda en
silencio al cerrar la puerta. Y en este día, aniversario de la proclamación de
la segunda república de tan infausta memoria, el aire es abrasador y el público
de los tendidos, cubatero y zafio, nos parece más municipal y espeso que nunca.
Eso le pasa por agarrao…
Calle
hombre. Pero esto son los toros. Ruedo y tendidos, tendidos y ruedo. El
espectáculo es a la vez uno y doble, y no sigamos por ahí. Saltan a la vista
los tres gordos. Tres gracias masculinas, modernos por el atuendo apretado y
sintético, clásicos por el volumen y la desbordante carnalidad, panzas sujetas
sobre las rodillas. Se disculpan por apretar al personal, usted perdone
caballero es que estamos algo fuertes, y bromeando dicen que la próxima vez comprarán
dos o tres entradas más, para estar más anchos. Se cruzan en el aire las
volutas azules de los primeros habanos de la temporada con los pájaros -¿vencejos,
gorriones?- que salen disparados desde un lugar inexistente hacia los medios,
como catapultados por los espectadores. Mientras el Aficionado (si, con
mayúscula) no pierde detalle de la lidia de Chacón a sus dos toros, o de las
tres tandas de Robleño a su segundo, del tercio de varas que protagoniza el
sexto empleándose bien, a mi izquierda comenta el vecino que esto es una
zarzuela en directo. El ganado está como en el fiel de la balanza, sabe usted,
nos tiene en ascuas, con cada toro que pisa la arena no sabemos si caerá del
lado de la casta y la fuerza o de la flojedad y bobería. Y no puede faltar la
tiorra. No es la única mujer claro. Hay muchas y de toda condición. Pero ella,
la tiorra, se hace notar por sus aspavientos, su descaro, su condición revenida
y aviesa, sus ademanes desvergonzados, su aspecto feroz y brutal.
Confidencialmente, y mirando hacia ella de reojo, me dice el mismo vecino: ahí
tiene usted arrobas de martirio e infelicidad para el incauto que caiga bajo su
imperio. ¡Antes tirarse al ruedo con Miuras que ahorcarse de esa manera! Impresionados
por la sentencia que nos deja helados y pensativos, hacemos por perder de vista
a la energúmena. ¡Luego hay gente que se aburre en los toros! ¡Gente pa tó!
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