Don
García de Medici todo lo preside desde su pequeño marco en la inmensa sala.
Nada turba desde hace siglos la rosada carnación de sus mofletes soberbios, los
bucles rubios de refinado infante. Es hijo de la hermosa Leonor de Toledo. Leonor,
que vino a la Italia, a la Florencia de los Medici y dio al duque la numerosa
descendencia que este ansiaba, y pudo sujetar el voluble humor de su consorte, introvertido
y colérico. Leonor de Toledo, hija de don Pedro, Virrey de Nápoles. La
sonoridad de su nombre evoca por si sola las más altas cumbre de nuestra
historia. El refinamiento de su porte aristocrático, inmortalizado por uno de
sus pintores, el Bronzino, nos impresiona. Mantiene a conveniente distancia a
quien se acerca atraído por su belleza.
En
nada nos extrañan, por tanto, el porte, la mirada, los bucles de don García. Si
animamos un poco el hierático retrato cortesano, veremos que don García tiene un
aire con un punto cómico, don García de Medici, niño de tres años, pequeño
adulto por esa vestimenta de corte, encarnadas sedas, cuello bordado de perlas,
rico collar. Es algo consentido, tal vez gruñón a ratos, como delata el ligero
mohín de su boca regordeta, pero también risueño y despierto. La flor del
azahar de su mano derecha recuerda su pureza infantil. Lo que no le impide
mirar severamente a quien se para a contemplarle. Su refinada presencia es un
recordatorio sencillo de que no todas las cosas son como nos las quieren pintar.
Le mira un señor con el pelo pintando de verde y vestido con una camiseta de
baloncesto. Resiste poco tiempo la mirada
de don García. Luego se acercan unas chicas muy mal vestidas las pobres,
una flacucha, la otra desparramada, su único adorno son los cascos que les ha
prestado el museo, pues la poca belleza que pudieran tener de nacimiento bien
disimulada la llevan, si es que existió alguna vez. La mirada de don García se
hace más severa. ¡Quien las ha dejado pasar vestidas de esta guisa! ¡Ellas se
ríen con impertinente descaro del noble infante!
La
presencia de don García parece recordarnos que si somos iguales a los ojos de
Dios, y deberíamos serlo ante las leyes –cosa que va siendo dudosa- ahí se
acaban los emparejamientos, porque para lo demás, la cuna, la educación, el
pulimiento, las maneras y la sensibilidad, más a menudo separan que igualan, en
un mundo en el que ya son raros los que aspiran a lo mejor, a elevarse, y
multitud los que se afanan en arrastrar a los demás al fango en el que les
complace revolcarse. ¿Oiga pero usted quien se cree que es? ¡Ya ha saltado el
primero!
Pasaron
los años y la malaria se llevó a don García, como se llevó a otros mortales,
sin hacer distinciones. Lo que ni quita ni pone a lo anterior, simplemente lo
confirma.
- ¿Qué
quieren ustedes? nos dice don García de Medici. Es la pura realidad.
¡A veces no reconocemos nuestro propio criterio o lenguaje!
ResponderEliminarDiga usted que claro.
ResponderEliminarA¡veces nos pisamos la propia minga!
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