Para
esa famosa historia española del cigarro puro, en proyecto, que sería réplica y
alternativa a esos libros que consiguen la gesta de escribir sobre habanos sin
mentar a España, citando casi en exclusiva a personajes y fumadores
anglosajones, este pasaje extraordinario del extraordinario Galdós.
Describe
con su genialidad sencilla, como disimulada, los efectos terribles de fumar en
ayunas un mal puro. Decimos que en ayunas, aunque al principio del texto se habla de que el protagonista ha comido. Es un decir. La descripción del puro es terrorífica (… el color verdoso de la retorcida yerba, toda
llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices…), la de sus efectos
hasta el desmayo no lo es menos. En fin, alabar a estas alturas a Galdós es un
poco de Perogrullo. Quizá no lo sea recomendar su lectura, porque cada página
es un descubrimiento. Del doctor Centeno, desconocíamos hasta hace poco incluso su existencia, y
ha sido toda una sorpresa.
Aquí
va el texto:
Después
de comer como los señores, piensa mi hombre que fumarse ricamente un puro es
cosa también muy conforme con el señorío. ¡Lástima no tener fósforos de velita
para echar al viento la llama y encender, a estilo de caballero, en el
hueco de la mano! El héroe coge el cigarro, lo examina sonriendo, le da
vueltas, observa la rígida consistencia de las venas de su capa, admira su
dureza, el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y
de costurones y cicatrices como piel de veterano. Parece, por partes, un pedazo
de cobre oxidado, y por partes longaniza hecha con distintas sustancias y
despojos vegetales. ¡Y cómo pesa! El héroe lo balancea en la mano. Es soberbia
pieza de a tres... ¡Fuego!
Un papelillo entero de misto se consume en la
empresa incendiaria; pero al fin el héroe tiene el gusto de ver quemada y
humeante la cola del monstruo. Este se defiende con ferocidad de las quijadas,
que remedan los fuelles de Vulcano. Lucha desesperada, horrible, titánica. El
fuego, penetrando por los huecos de la apretada tripa, abre largas minas y
galerías, por donde el aire se escapa con imponentes bufidos. Otras partes del
monstruo, carbonizadas lentamente, se retuercen, se esparrancan, se dividen en
cortecillas foliáceas. Durísima vena negra se defiende de la combustión y asoma
fiera por entre tantas cenizas y lavas... Pero el intrépido fumador no se
acobarda y sus quijadas sudan, pero no se rinden. ¡Plaf! Allá te va una nube
parda, asfixiante, cargada de mortíferos gases. Al insecto que coge me le deja
en el sitio. Síguele otra que el héroe despide hacia el cielo como la humareda
de un volcán; otra que manda con fuerza hacia el Este. El ocaso, el cierzo son
infestados después. ¡Con qué viril orgullo mira el valiente las espirales que se
retuercen en el aire limpio! Luego le cautiva y embelesa el fondo de país
suburbano que se extiende ante su vista, el cual comprende el Hospital, la
Estación, fábricas y talleres remotos y por fin los áridos oteros de los términos
de Getafe y Leganés. No lejos de las últimas construcciones se nota algo que
brilla a trechos entre los pelados chopos, como pedazos de un espejillo que se
acaba de romper en las manos de cualquier ninfa ribereña. Es el río que debe su
celebridad a su pequeñez, y su existencia a una lágrima que derramó sin duda
San Isidro al saber que estos arenales iban a ser Corte y cabeza de las
Españas. El héroe mira todo con alegría, y después escupe.
Contempla la mole del Hospital. ¡Vaya que es
grandote! La Estación se ve como un gran juguete de trenes de los que hay en
los bazares para uso de los niños ricos. Los polvorosos muelles parece que no
tienen término. Las negras máquinas maniobran sin cesar, trayendo y llevando
largos rosarios de coches verdes con números dorados. Sale un tren. ¿A dónde
irá? Puede que a la Rusia o al mesmo Santander... ¡Qué tié que
ver esto con la estación de Villamojada! Allá va echando demonios por aquella
encañada... Sin ponderancia, esto parece la gloria eterna. ¡Válgate
Dios, Madrid! ¡Qué risa!... Al héroe lo entra una risa franca y ruidosa, y
después vuelve a escupir.
¿Pues y la casona grande que está allí arriba con
aquella rueda de colunas?... ¡Ah!, ya, ya lo sabe. Paquito el ciego se
lo ha dicho. Ya se va destruyendo. ¡Sabe más cosas...! En aquella casa se
ponen los que cuentan las estrellas y desaminan el sol para saber esto
de los días que corren y si hay truenos y agua por arriba... Paquito lo ha
dicho también que tienen aquellos señores unas antiparras tan grandes como
cañones, con las cuales... Otra salivita.
¿Pero qué pasa? ¿Los orbes se desquician y ruedan
sin concierto? El Hospital empieza a tambalearse, y por fin da graciosas
volteretas poniendo las tejas en el suelo y echando al aire los cimientos
descalzos. La Estación y sus máquinas se echan a volar, y el río salpica sus
charcos por el cielo. Este se cae como un telón al que se le rompen las
cuerdas, y el Observatorio se le pone por montera a nuestro sabio fumador, que
siente malestar indecible, dolor agudísimo en las sienes, náuseas,
desvanecimiento, repugnancia... El monstruo, vencedor y no quemado por entero,
cae de sus manos; quiere el otro dominarse, lucha con su mal, se levanta, da
vueltas, cae atontado, pierde el color, el conocimiento, y rueda al fin como
cuerpo muerto por rápida pendiente como de tres varas, hasta dar en un hoyo.
Benito Pérez Galdós
El doctor Centeno
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