La
llegada del calor, los sofocos, julio a la puerta con su aliento cazallero, de
fuego azul y rojo, todo lo trastoca. Cualquier otro acontecimiento añadido a
las perturbaciones propias del calor sume al cepogordista en el desconcierto,
incapaz de otra cosa que no sea chupar del cigarro, para zafarse de piscinas,
actividades, fútbol, reuniones, celebraciones, entusiasmos, planes, vacaciones.
El más grande cigarro, la mayor humareda, la nube más densa. El primer libro
que Georges Simenon publicó de las aventuras del comisario Maigret se llama Monsieur
Gallet, décéde. Podría traducirse como Ha palmado el viejo. Lo
escribió Simenon en 1930 y lo publicó la editorial Fayard en 1931, con el
título La chasse à l’ombre. Lo que podría traducirse como Cazando en
pelota. En este primer episodio Maigret lleva sombrero hongo (es decir, si
no me equivoco, un bombín) y cuello duro que se le deshace con el calor. La
acción transcurre, precisamente, a finales de un mes de junio, a treinta y
muchos grados, y el comisario, para no deshacerse, se ve obligado a tomar el
aperitivo, una y otra vez. Uno de los personajes deja que se caliente su
Armagnac, manteniendo la copa de balón dentro de la palma de la mano, cerrada
alrededor, como debe hacerse. Ni que decir tiene que no es necesario ahora, en
junio en España, hacer nada con el brandy para que se ponga a temperatura
adecuada. Entran por la nariz y se mezclan con el cigarro infinidad de
sensaciones exacerbadas por el calor, hasta que el cepogordista cae de rodillas
al borde del desmayo. Quede claro que Simenon es mucho más que la escena de un
personaje bebiendo una copa de Armagnac bien descrita. Aunque ser sólo eso ya
sería ser mucho. Lo decimos porque hay en la prosa de Sime, permítasenos este
apelativo familiar, la más precisa, sutil y delicada descripción de toda una
Francia y de toda una época. Su talento para captar con pinceladas breves el
campo, un pueblo, los barrios de París, una tarde de calor, o las gabarras
remontando los canales del Sena, remolcadas por inmensos percherones avanzando
lentamente por el camino de sirga es deslumbrante. Y Maigret tiene un aliciente
adicional, y no menor. Gracias a la investigación policíaca, por una parte, y a
la naturaleza del personaje por otra, carente de maldad o de retorcimiento,
parisino de padres de pueblo provinciano, feliz y pacíficamente casado con
Madame Maigret, observador de la naturaleza humana, los libros que recogen sus
aventuras carecen de la deprimente y desoladora sordidez de otros títulos en
los que Maigret no aparece. Como pueden ser, por ejemplo: Oncle Charles
s’est enfermé; Le rapport du gendarme; Faubourg o Le
cheval blanc. La simple evocación de estos títulos le pone al cepogordista
los pelos de punta.
De
política no hablaremos, aunque casi caemos en la tentación al ojear La casa
de Lúculo, de Julio Camba, y ver que uno de las capítulos se titula El
cochino y su familia. Hay en la política española varios cochinos, pero lo
que es más grave, tienen cada uno una familia inmensa. Cientos, miles de cerdas
y lechones trotan, hozan y gruñen, escarban por dónde haya cosa alguna que
llevarse a la boca. Cualquiera les mete ahora en vereda. No hay en estos
momentos en España porquero capaz de dominar semejante piara. Confiamos en que
no tarde en aparecer.
Por
cierto, Maigret, como su creador, fuman una pipa magnífica. ¡Fuman! Simenon,
además, viste pajarita. Habrá que volver sobre este asunto de la corbata.
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