La conversación antes reseñada, que algunos han calificado de
brutalmente reaccionaria e insultante para los medios (hay gustos para todo), transcurría
en el Café de los Goliardos, el gran café de Nava, con su aire decimonónico:
columnas de hierro, grandes espejos, mesas de mármol, tapicerías de terciopelo
grana. Nada extraordinario. Nada que no se hubiera visto o descrito ya en un
sinfín de lugares reales o imaginarios: la glorieta de Bilbao madrileña; La
colmena de don Camilo; el paseo de Recoletos; Bohemia del gran Cansinos y
cuantos más. Pero se mantenía tal cual, contra viento y marea. Otros lugares
había en Nava. ¡Tan modernos, tan a la última, con sus tías buenas tan
apretadas! Todos eran propiedad de Fidelio Lentini Spotti, la pústula de los
Abruzos, quien sin embargo no conseguía hacerse con el viejo Café. Respecto de aquellos antros modernos,
el Café de los Goliardos ejercía de distante decano, por su mayor antigüedad, por su ambiente de tranquila educación, por su excelente servicio. Y tal vez también por su público, de edad ya
terciada, más reposado, más gustador de la tertulia organizada, menos
necesitado de enredar con las mozas de Nava, tan jacas, tan recios, tan firmes, con esos ojazos negros y esa flor en el pelo. ¡Oiga usted!
- Que bruta es
la gente, incapaz de distinguir lo que ha sido la actitud de España con la América hispana,
con todos sus defectos, y con tantas virtudes, si se compara con la actitud de los
puritanos en América del Norte o de los franceses en las Antillas o con el
colonialismo europeo en África.- Fue la primera vez que hablé con alguien que hubiera estado allí, quiero decir de verdad, en persona, sin hablar de oídas.
- Dices en Acho, en la plaza, no en Lima.
- Sí señor, en la plaza, y además toreando. Toreando a caballo, picador, con el castoreño de borla arzobispal. Y de los que lo lucen, dejan alto el pabellón, y hasta se lo tienen que quitar a veces para saludar al respetable, que ya es raro.
- ¿Y qué te decía?
- ¡Que es un gusto, las tardes en que las cosas salen torcidas, que la gente ya no tire botijos.
- No hombre, digo de la plaza, del Perú…
Relato de Tato (gentileza como siempre de Calvino de Liposthey, de los papeles dispersos de Alcides Bergamota El Grande, sección varios, apéndice I).
Evocando Acho se quedaba como soñador. Estaba sentado en el pollo de
piedra de la puerta de carros, yo a su lado sobre un banco hecho con una
traviesa vieja de ferrocarril, con la espalda apoyada en la pared encalada. Uno
de esos días claros, de frío y luz, los árboles quietos, algún pájaro grande en
lo alto, nubes de un blanco refulgente, estáticas. Decía que habían ido
acompañados, claro, por el barrio un poco alejado y por perderse entre aquella multitud.
Aquella plaza llena, con las montañas al fondo, y ese gentío abigarrado,
inclasificable, criollos, mestizos, mulatos, zambos, castizos, cholos, chinos… Aquello
es América, me decía. Es único. Y luego estás ahí en la plaza, toreando, yo en
lo mío, a caballo vamos, y es lo mismo que aquí. Quiero decir que es distinto
pero es igual. Aquella impresión recordaba lo que decía Maria Zambrano sobre
Méjico.
Acho, plaza de toros, te
vi llena,
en ti gocé sabor y
fantasía,
tú, decana de América;
tú, Ronda
de indias, tan limeña y
peruana.
Te vi colmada;
muchedumbre insigne,
conocedora de los lances
hondos,
sensible a la majeza, en
ti vibraba.
Jugando a la tapada, luz
de Lima
medio sol se descubría,
tamiz fino
de oro suspenso, palma
de leyendas.
(…)
A los pocos días fue lo del Señor de los Milagro en aquella parroquia madrileña. Misa de una y media. ¡Y que gentío a las puertas, que algarabía! Nos sorprendía un poco el bullicio en esta parroquia moderna, poco antes de la última Misa de la mañana de un domingo cualquiera. Y enseguida nos fijamos, al entrar, en la imagen del Cristo, colocada a la derecha del templo, para la ocasión, y en los músicos y en los cofrades y en los aires del personal, como de aquí pero sin serlo, distintos pero iguales. La Hermandad del Señor de los Milagros participaba en la celebración de una Misa en honor del santo patrón del Perú. Así lo explicaba uno de los hermanos antes de empezar la Misa, lo tengo apuntado:
Sería el año de 1651, bajo el Papado de Inocencio X,
siendo Virrey del Perú García Sarmiento de Sotomayor y Arzobispo de Lima, Pedro
de Villagómez, los negros angolas se agremiaron y levantaron el local de su
cofradía en la zona de Pachacamilla, en las afueras de Lima la Ciudad de los
Reyes, tembló la tierra y sólo permaneció de pie el lienzo de pared sobre el
que el negro angola llamado Benito o Pedro Dalcón había pintado el Cristo, etc.
Todo ello con esas palabras, sin perdones ni complejos, con la
naturalidad de quien se refiere a su mundo, a su casa, a aquello que ha
conformado su ser, a sus ascendientes.
Sólo el erial contemporáneo que nos asola es capaz de crear a esos
seres crecidos en el auto-odio del “nada
que celebrar” respecto de América, atreviéndose a dar lecciones sobre todo
aquello que ignoran. ¿Interrumpirían la Misa para apalear a la Hermandad
pidiendo su disolución, denunciando un genocidio? Los hermanos del Señor de los
Milagros que contribuían a llenar la Iglesia y a celebrar lo que resultó ser
una Misa criolla eran una buena representación de lo que es la América española.
Colores y razas, juntos, separados, combinados, entremezclados, unidos por el
español, hablado con un acento seseante, y por el catolicismo. Ellas con
mantilla blanca sin peineta, ellos con un hábito con el color nazareno de la
Hermandad. Asistíamos a una lección práctica de historia, gracias a la
paciencia y bondad de don José en cuya parroquia sonaban atronadores el Agnus
Dei, el Gloria, el Sanctus cantados en español con acompañamiento de guitarras,
charangos, flautas de pan y tambores. Señor de los Milagros, Cristo de
Pachacamilla, Cristo Morado, Cristo de las Maravillas, Cristo Moreno o Señor de
los Temblores, un domingo cualquiera, en una parroquia de un rincón de Madrid.
Siempre me gusta recordar a la tropa que los pueblos precolombinos, el
incario, no conocían la escala musical.
¿Qué moralina, que prédica había que soltar a esta Hermandad del Señor
de los Milagros? ¿Debían arrepentirse y pedir perdón? ¿Debían avergonzarse,
volver al Incario unos, volver a Castilla otros, disolverse en el aire los más,
hijos del choque entre esos dos mundos? Don José tuvo el gesto, al final, de
alabar la alegría con que se había celebrado la Misa, la elegancia con que las
hermanas llevaban la mantilla, la fe y la devoción con que se alababa al Señor
de los Milagros en este rincón de España.
“(…) en la famosísima de Acho. Allí dicen: “He ido a
Acho”. No ponen delante el artículo. (…) Y la vi en día memorable por todos
conceptos. La corrida fue muy lucida y sobre todo la plaza y su gentío, dese el
aristócrata al cholo, al indio peruano, ofrecía un color inolvidable. (…) Acho
es, en efecto, no sólo uno de los lugares “sagrados” de la historia del toreo
con su abolengo de dos siglos y su antigüedad máxima en el continente y apenas
superada por dos plazas españolas. Es además una obra de inspirada y de tan
peruana como española arquitectura”.
Con el Señor de los Milagros volví a dar, fisgando un artículo sobre la
temporada taurina en América. La feria se celebra en la plaza de Acho en el mes
de noviembre, cada domingo. Y la lección de historia práctica, viva, no quiso
quedarse ahí. Rebuscando en la biblioteca de Doroteo en Nava dimos con una
nueva sorpresa. Las Poesías y prosas taurinas del poeta Gerardo Diego, publicadas
por Pre-Textos. Le hemos citado varias veces en este breve relato alrededor de
cuestiones Peruanas. En las fotografías que contiene el libro, Gerardo Diego aparece
retratado en el ruedo de la plaza de…Acho.
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ResponderEliminarEste comentario es ofensivo, grosero y no tiene interés. Vamos a borrarlo.
ResponderEliminarA buenas horas, mangas verdes. Cuando ya lo ha leído media España.
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