Cuando echa a andar monte arriba el cepogordista lleva en la retina las alturas nevadas del puerto de la Fuenfría, y en las piernas, que se acobardan un poco, el recuerdo de la ascensión. Luego se le ponen delante la inmensidad de los pinares ya por la tarde y las curvas cerradas de la diminuta senda nevada por la que descendieron como cabras hacia las Dehesas, ya de vuelta. Al hombre le había rozado una bota y lo pasó mal. El cepogordista lleva muchas cosas en la retina pero su caletre da para expresar pocas. Así es. En el recuerdo lleva también la belleza y la alegría española de los libros de andares de don Camilo. ¡Del olvidado don Camilo! Y se le vienen a la mente ahora, en esta mañana de sol, de primavera adelantada. El viaje a la Alcarria y el viaje por Castilla la Vieja. Lo habrá notado el lector si no es muy lerdo. Al recordarlos, siente un punto de envidia, pero no de envidia carpetovetónica, no le desea a don Camilo que se tuerza un tobillo o que le roce la bota, ni que le escuezan los muslos puestos en carne viva por un mal calzón. No. La envidia es sólo del silencio, de las soledades, de las distancias recorridas a pie, y del fumeque sentado al pie de algún árbol, o sobre una peña, un honrado Farias seco, apuntalado con papel de fumar. Le hubiera gustado al cepogordista acompañar a don Camilo, silencioso, al menos durante una jornada. Y se le vienen ahora a la mente las páginas, las vivas y hermosas páginas de esos libros de andares por España. Don Camilo, ya saben, aquél hombre grandón que escribió también La Colmena, Mazurca para dos muertos, el prodigioso charlador, el de Papeles de Son Armadans, el inventor de los más extraordinarios nombres. Parece a veces que la gente está a otra cosa.
Trepamos entre robles y fresnos, entre las rocas hasta la silla. Las piernas se esfuerzan y el corazón late y uno siente que la vida se renueva. Luego sigue el paseo regalando rincones y vistas, enmarcados por las moles de granito repartidas como a capricho. La mole de piedra a nuestra dercha siempre, y del otro lado el horizonte se extiende multiplicado por la altura, con la ciudad inmensa perdida entre los brillos del sol que sale tranquilo, como de charla con un resto de nubes que difuminan un panorama que hoy no tiene la nitidez de otros días. Pero que con este día de interludio primaveral se hace querer. Las cumbres nevadas presiden el camino. El paisaje, las vistas, el aire, son un regalo. En palabras del viejo cascarrabias que es Baroja: El Guadarrama resplandecía azul como una piedra preciosa.
Los compañeros del cepogordista, pues no ha venido solo, van a su aire, como es lógico. Otros no han venido. Al cepogordista le gustaría zaherirles un poco, fustigarles con la vara de avellano retórica, azuzarles. Sabe que no vendrán, y que no debe zaherirles. Así es la vida. Pasan delante del inmenso y solitario cedro, se detienen a escuchar los trinares de pájaros que no se muestran, huele de pronto a establo limpio, anunciando la proximidad de una vaquería, siguen hasta llegar al pueblo, donde toman un café. Digamos la verdad, el cepogordista y sus compinches se ven a sí mismos como altos exploradores, como a Valdivia en el Chaco y, aproximándonos en el tiempo, se mueven convencidos de hacerlo con el sigilo de Perro de la Pradera, el guerrero Crown o del trampero Sam Minard, calzado de silenciosos mocasines. Sin embargo sus andares son más bien los de Bisonte que se tropieza. Arrastran los pies, dan pisotones, y arman una escandalera con bastones de duro hierro y afiladas puntas, que repiquetean sobre el granito milenario, al que tratan de arañar rabiosos, gimiendo y vibrando, y a los que han quitado las conteras de coma, como el macarra le quita el silenciador a la moto, para decir aquí estoy yo. Así que los pájaros, no es extraño que no se dejen ver. A media distancia, los habituales mirlos de pico naranja, y un poco más allá, cornejas o urracas, triscando por el campo, con esos saltos de andar como sobre zancos de muelle.
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