Cepogordada
Desde hace una temporada han notado Tato y Doroteo que Alcides ha desarrollado una obsesión nueva, y es que se siente observado - y cohibido un tanto- por la presencia de la condesa de la Croqueta.
- Será de la Cocreta, dice Tato maligno.
- No señor, de la Croqueta que es mucho más fino.
- Será que tiene dos títulos, dice Doroteo terciando como siempre.
Tato prosigue a lo suyo:
- El vino había que beberlo por tragos de a litro, en cubos.
- ¡Oh! ¡Estoy desolado por tanta rudeza señora condesa!
Doroteo no quiere tampoco tener el pico cerrado:
- Para una sobremesa decente sería necesario poder transformarse a voluntad en perro de caza, para poder echarse a dormir al lado del fuego, casi en el halo de la llama, tostándose un poco los bigotes y dando algún aullido en sueños.
- Eso no puede compararse –dice Tato- con ser un gato recostado sobre un cojín bordado con la palabra Micifuz.
- Pero que bobada, donde esté un perdiguero de Goya, vamos hombre, un gatejo…
- Si, perdiguero. Yo te veo más bien adoptando forma de perro quiqui de pueblo, que es nuestra gran aportación a la zoología moderna: tamaño de un ladrillo, con patillas vivarachas, brincador y saltarín, celoso y malhumorado, feo como no hay dos, rey de las manchas y la asimetría, ladrido aflautado e incesante, y echado para adelante, verdadero capitán Matamoros de la perrunez, siendo más pulga que mastín…
Tato es interrumpido por Alcides:
- Querida condesa, estoy desolado nuevamente, cuanta rusticidad, acepte en desagravio esta flor de camelia…
- ¡¡Flor pocha!! ¡De las que se caen solas al suelo por tu falta de pericia con la planta, tío cursi!
Esto fue ya demasiado, excesivo, se oyó un portazo y la condesa de la Croqueta se marchó para siempre. Cuando salió del sanatorio repuesto de sus cansancios y vivificado por los aires de la sierra y los largos paseos, Alcides estaba como nuevo. El bueno de Dimas estaba con él. No dejó de estarlo un momento. Si, su cuñado, el sacerdote hermano de Charito la Estrecha, que pese a todo, seguía siendo su gran amigo y compañero de los interminables paseos por la ciudad levítica, por la espléndida e inabarcable ciudad por la que trepaban y descendían como cabras durante horas y horas, a buen paso de conversación.
Dimas sermoneó primero un poco a Tato y a Doroteo, para que extremaran en sus visitas al sanatorio la cortesía con el enfermo. Eso sabía hacerlo don Dimas con buenas formas y mucha eficacia. Unas visitas cortas durante las cuales Tato leía en voz alta, pero sin alzarla mucho, la biografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda, salpicada de algún verso romántico suelto, dicho por Doroteo, pinzando una lira y con un pie en el aire: Yo como vos para admirar nacida, / yo como vos para el amor creada, / por admirar y amar diera mi vida, / para admirar y amar no encuentro nada. Conocían ambos la debilidad de Alcides por la poesía española del romanticismo. Aunque esta primera intervención de Doroteo con este primer verso estuvo a punto de ser contraproducente, pues no convenían los bruscos ataques de risa todavía. Visitas acotadas por el buen Dimas a veinte minutos.
Pasados quince días, don Dimas tuvo una segunda intervención decisiva, en la forma de una caja de habanos. Pero nada vulgar ni ostentoso. Una caja vieja, en la que cabían tranquilos y sin apreturas ni movimientos, veinticinco cigarros de distintas marcas y vitolas, seleccionados por el buen sacerdote, y sufragados por Doroteo. Aclaremos, para los hipocritones que se escandalicen, que don Dimas hacía tiempo que había renunciado al tabaco. Sólo consentía una excepción, que era la de fumar en compañía de Alcides, sentados al atardecer con una gran jarra de agua y dos vasos. Ordenados por orden cronológico, para fumarlos en secuencia a partir de los quince días de convalecencia, tan pronto como Alcides tuviera permiso para pasear de verdad, tres Romeo y Julieta Exhibición número 4 y dos Exhibición número 3. Cigarros medianos, de buen cepo, para que no exigieran demasiado y no hubiera resistencias en el tiro. Disminuían luego, con dos Montecristo del 4 y tres Rey del Mundo de parecida vitola, que más concentrados constituían una cierta prueba. No de fortaleza del cigarro, sino de paciencia y calma en el fumar. De ahí, tres Punch Punch, y dos H. Upmann medianos, Magnum. Luego proseguía la caja con tres Partagás 8-9-8 y tres Ramón Allones para completarse con las grandes vitolas para las grandes conversaciones, los grandes silencios y las largas lecturas, varias de los cuales se fumarían ya en casa, una vez dada el alta, tal vez con una gota de Oporto: Sancho Panza, un inmenso Vega Robaina, varios Churchill de Romeo y Julieta, dos gigantes de Hoyo de Monterrey y un par de Lusitanias. El peculio y la generosidad de Doroteo no tenían límite. Pronto reanudaron sus paseos por la hermosa ciudad y sus alrededores. Don Dimas y Alcides eran de la misma quinta y de misteriosas afinidades. Apenas tocaban el espinoso tema de la catástrofe en que había terminado el matrimonio de Alcides con Charo la Estrecha (para don Dimas simplemente Charito, claro). Pero tampoco se esquivaba, pues a menudo Alcides había recurrido a su amigo, como tal y como sacerdote. ¡Sacerdote! Y es que el milagro había obrado, pues don Dimas y Alcides no llegaron a alejarse del todo durante la que podría llamarse furiosa etapa del matrimonio civil de Alcides con Toñi la socialista. Alcides, como un péndulo, renunciando a sí mismo y a su entorno, por infantil oposición, contrajo el más feroz sarampión progre que imaginarse pueda. Pero ni por aquél entonces el vaso de la paciencia de don Dimas llegó a colmarse, y Alcides estuvo asido a esa presencia amiga, casi sin saberlo, como el náufrago en la tormenta abrazado a un tablón desgajado de la amurada del navío que zozobra. Pero en fin, eso es otra historia. Demasiado hemos picado de aquí y de allá. Ya mediado el cigarro, nos interesa traer aquí la opinión de don Dimas sobre la escritura del pintor Solana.
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