Antonio Alcalá Galiano en sus Recuerdos de un Anciano, al referirse a
la ciudad de Cádiz comenta lo siguiente: “Era
muy de notar entonces la falta de vulgo insolente y soez”. Esta cita nos
gusta mucho y la utilizaremos más veces, para zaherir, como arma arrojadiza de
afilada punta y cortante hoja. Ha salido el cepogordista hace poco del Hôtel de
Chaulieu, al cerrar las páginas del tomete de Balzac que se está endilgando. Y
sin apenas transición, de nuevo se encuentra sumergido en las miserias del
tráfico mercantil. Baretos y polígonos sustituirán a los salones dónde ha
evolucionado durante unas horas. Una voz: está usted completamente enfermo,
perdiendo la razón. ¡Calle hombre déjeme en paz! Decíamos, antes de que nos
interrumpiera este memo que todo se lo debe a sí mismo, que con nosotros
seguían todavía presentes las páginas de Azorín a las que nos hemos asomado, y
las de Julio Camba. Julio Camba. ¡Con la falta que nos haría usted ahora, don
Julio, para retratar a su manera a toda esa tropa de ganapanes, gentuza,
horteras, plumíferos, vendidos y bellacos que pueblan con descaro y ordinariez
sin fin nuestra vida pública! ¡Un paquete de libros! ¿Hay algo más delicioso
que abrirlo al amor de la lumbre -que pronto volveremos a encender-, con ayuda
de la fina hoja con la que abrimos los cigarros seccionándoles la perilla? La
otra voz da un paso atrás. Para esta tarea, la de abrir el paquete, es
necesario el silencio, una luz baja, que la chimenea cante y que el
protagonista vaya tocado con un gorro de lana con borla y se ría por lo bajini
de satisfacción. ¡Pero oiga eso es el retrato de un avaro, de un vicioso! ¿Y a
usted que le importa? ¡Largo de aquí! ¡Ji, ji, ji! Genaro García Migo,
Emperador, es nuestro encuadernador. ¡Y tiene un oficio sin par, es un artista
de la nervura, un orfebre de la letra en oro, la pasta española, el remate de
tela, la holandesa de colores! ¿Y no se pone musiquilla para la ceremonia esa
de abrir el paquete de libros? Pues claro que si oiga, claro que sí. Teniendo
en cuenta que llevo gorro de lana y estoy al lado de la chimenea que crepita,
que todavía es invierno, que la sala está en penumbra y que me río por lo
bajini, ¿Qué música cree que me pongo? Pues oiga, no sé. ¡Pues sonatas para
violonchelo tocadas por un grillo amaestrado! Lo guardo en una caja de cigarros
de la Habana, transformada en hogar para el gríllido. Vive en ella como un rey
en su palacio, envuelto en los olores de la hoja del tabaco que agudizan sus
facultades musicales. Era bastante fácil y obvio. Usted perdone. No esperaba
nada de usted. ¡Que genio oiga! A nosotros nos gustaría ser es señor pequeñito
que describe Camba “(…) un hombrecillo
débil y violento, uno de esos cascarrabias chiquirritines, con los ojos
saltones y los bigotes revueltos, que asestan puñetazos heroicos a las mesas de
los cafés y luego comienzan a dar gritos porque se han hecho daño (…)”,
pero mire, ni eso siquiera oiga, siervos de las tascas maléficas.
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