Cae la tarde dulzona y se pone lentamente un sol que ya es, sin
reticencias, de primavera. Se han consumido los cigarros, que hoy eran
inmensos, habaneros, aromáticos, de mecedora y porche de blancas columnas, de
buganvillas sobre la pared enjalbegada. Cantan los mirlos.
El caminante recuerda ahora los kilómetros durante los cuales, a
ratos, ha sido peregrino. Un peregrino intermitente, cansado, por momentos,
revestido de una cáscara casi impenetrable de ansiedades, de prisa, de números
e instrumentos, partido en mil fragmentos inconexos que deshacen a la persona.
Moderno al fin y al cabo. El camino, de alguna manera, ha puesto por momentos
un bálsamo de sosiego. Sólo pasos y el aire, los Cristos de las iglesias, la
ventanas cerradas de los tapiales, el silencio de los pueblos, las hileras de
chopos, un puente. Por encima de todo, aquella señora a la que pedimos las
llaves de la Iglesia. Rafaela, vamos a decir, la señora Rafaela. ¡Si no veo
hijo! nos contesta al darle los buenos días. Aunque es temprano está levantada,
ha bajado a encender el fuego de la estufa para calentar la casa. La casa
quieta y limpia, en aquél pueblo silencioso que desde hace años, siglos, se
extiende alargado a los dos lados del Camino, el Camino del Santo que lleva a la
Compostela de Galicia. Abríguese señora que hace frío. Si es que no encuentro
el manto, por aquí lo tenía. La entrada está en penumbra, en la gran cocina los
rescoldos de la estufa ya palpitan. El caminante, que a ratos, cuando se
acuerda, es hasta peregrino, pide permiso para entrar. Déjeme señora que me parece
que lo he visto. Rafaela es pequeña, casi diminuta, encogida por la edad, tiene
unas facciones hermosas, la piel clara, los ojillos cansados, rodeados de
arruguillas de perfecto dibujo. El caminante se adentra un poco en la casa.
Mire aquí lo tiene. Si este es. Es un manto de lana negra con el que se cubre
la señora Rafaela la cabeza y los hombros. Cruzamos la calle y abrimos la
iglesia que está helada. No coja frío señora. ¡Si es que estoy sin peinar! No
se preocupe que cuando terminemos yo la aviso para cerrar. La iglesia en
penumbra se llena. Se reza el Rosario, un misterio gozoso. En la calle un
puesto ambulante vende a la expedición lo que tiene, asombrado su dueño por la
abundancia de gente a esas horas, por los niños que corretean por las calles del
pueblo hasta hace poco vacío. A lo largo de la nave imágenes de la Virgen y de
santos, modernas, sencillas, amorosamente vestidas con ropas cuidadas y de una
blancura que enternece, adornadas de flores. Las señoras del pueblo
seguramente. Se hace la luz de repente. El caminante, que ahora está reclinado,
levanta la mirada y ve cómo sale de la sacristía la señora Rafaela, pequeña y a
paso corto. Ha encendido las luces y se sienta en un banco de la segunda fila.
Se ha cambiado, se ha peinado, lleva ahora el manto de lana sobre los hombros y
sonríe. Casi no se la ve de lo pequeña. Guiña los ojos, ¡es que no veo hijo! El
caminante se despide del pueblo, de la señora Rafaela, después de apagar con
ella las luces del templo silencioso y de cerrar juntos la puerta al salir.
Luego vendrá el párroco. ¡Buen camino, que lleguéis bien! ¡Uy toda esta gente!
A cada paso, y aún ahora, el caminante lleva en la retina la imagen de los
Cristos, de los tapiales mudos, de los pueblos silenciosos, de los páramos de
la Tierra de Campos leonesa, perfilada por las hileras de chopos, del perfil,
de un azul helado, a lo lejos, de los Picos de Europa. Y de la sonrisa de la
señora Rafaela que nos abrió la Iglesia, casi de madrugada.
El Mundo
EL TEMPLO
IMÁGENES DE LA ANTIGUA FE:
SAN GERÓNIMO
Realismo... (San Juan escribiendo el Evangelio)
Me quedo pasmada. Soy una persona muy conocida. Por eso no digo mi nombre.
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