T. que es todo un gentleman, se siente muy irritado, hasta casi perder
los estribos, ante las hermenéuticas sexo-místicas tan de moda en los mismos
estudios académicos sobre San Juan de la Cruz, pero no menos ante la literatura
religiosa sobre estos temas que, desde luego, es tan ridícula, y tan
azucaradamente vomitiva. Mañana se irá a su país, y esta noche misma tendrá que
estar en Madrid, así que, cuando salimos de nuestra visita a la iglesia de
Fontiveros, y recapitulando nuestro encuentro, mientras tomamos una taza de
café, me dice que, en suma, tenemos que rezar para que, si no se nos otorga el
don del genio, del que hablaba la Weil, para sentir y contar la desgracia y la
alegría, al menos se nos niegue el talento según las medidas del mundo que nos
ha tocado vivir, y que éste se compre un mono que le ría las gracias.
Le digo a esto que Schopenhaeur decía que “lo que me consuela es que
no soy un hombre de mi tiempo”, y que Louis Calaferte comentaba que eso “más
que una consolación es una salvaguarda”. Y me contesta que no es cierto, que
ese anacronismo, sin el cual no hay
ni siquiera la más elemental cultura, es también un don, y hay que pedirlo.
José Jiménez Lozano
Los Cuadernos de la letra pequeña
Editorial Pre-Textos
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