jueves, 3 de noviembre de 2011

VERANO


De la estancia asturiana, aparte de los paseos al monasterio cercano, me quedo con una visita a Oviedo y con la Iglesia de San Bartolomé. La catedral de Oviedo y la visita a la cámara santa nos impresionaron mucho. Conocía la voladura de 1934, pero no con el detalle con que nos la contó la persona que despachaba las entradas. En aquel edificio parecía respirarse algo así como la esencia de España, la Reconquista, los reyes de Asturias, la religiosidad y la piedad, pero también, al tener presente lo de 1934, la ignorancia y el odio irracional de que somos capaces. Tuvimos incluso un momento de recogimiento frente a un Cristo medieval, de apariencia más tosca que la escultura posterior, pero expresando el dolor y el sufrimiento con una viveza tremenda.

La iglesia de San Bartolomé se veía desde la casa dónde estábamos alojados, que la dominaba por estar la casa en la parte alta de una ladera y la iglesia en la baja. Es una iglesia sencilla, rodeada de una arboleda frondosa que la esconde hasta el punto de que no se la ve desde la carretera principal, con los muros exteriores encalados, salvo las esquinas donde se puede ver la piedra de sillería, rodeada de un alero porticado como muchas iglesias asturianas, supongo que para protegerse de la lluvia. Sobre el tejado una gran espadaña con tres campanas. Creo que es de una sola nave. No pudimos verla por dentro por estar cerrada, aunque sus campanas marcan las horas, por medio de algún mecanismo que las hace sonar de forma automática. Enfrente de la Iglesia, casi pegado pues sólo les separa el pequeño camino que sube hacia el monte, un pequeño cementerio, un cementerio pueblerino. La puerta está abierta por lo que si que pudimos verlo y rezar un momento por los difuntos. La iglesia tiene un banco de madera muy cerca, desde dónde se la puede contemplar, con los árboles y el valle al fondo. Convertimos el banco en pequeño cuartel general para las sobremesas, yo instalado con libro y los niños y O. yendo y viniendo a voluntad, hasta la hora del paseo. La iglesia, el paisaje, húmedo y verde, de nubes bajas, cerrado en su valle, las campanas, el pequeño cementerio, el silencio y el inmenso ruido de la naturaleza circundante (grillos, cencerros, aleteos y hasta el grito de lo que me pareció un azor o un gavilán, instalado por los alrededores), todo invitada a la serenidad y a la meditación. Al menos al recogimiento.

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