Agradecemos como siempre la gentileza de Calvino de Liposthey que desinteresadamente nos hace llegar este sencillo relato.
Salía
contento del simposio en el que había participado con una conferencia muy
sonada. Al calor de los aplausos sucedía ahora el frío helador de una noche negra
y silenciosa, sin luna. Las sombras parecían piedra maciza de tan
impenetrables. Segundo simposio en defensa y promoción de una Fiesta auténtica,
convocado y organizado por la asociación El Toro Integro, de la que era
vicepresidente y por la Peña los Puros, para la que servía gustoso de tesorero.
La calle estaba desierta. Y todo por no andar lejos de la plaza. Quien le
mandaba, pensaba ahora al oírse andar, al oír su corpulencia respirar
pesadamente, por efecto del frío, del paso que había acelerado y de las arrobas
que arrastraba, quien le mandaba haberse mudado a estas calles tan solitarias
de noche. Cerrado el comercio, claro, cerrado el taller de coches, y la
academia de contabilidad, cuyo rótulo decía estudios financieros, y cerrados
también bares de copas, era lunes, y tascas taurinas, era tarde y era día sin
toros. Había estado soberbio con su charla larga y concienzudamente preparada,
y hasta un poquito flamenco, chasqueando los dedos para adornar pasajes de su
conferencia, aupándose casi de puntillas sobre sus botines lustrosos,
asomándose por encima del atril, ¡embalado! Nuevamente aguzaba el oído. Era la
segunda vez que los oía nítidos. Pasos que le seguían. Precisamente ahora, cuando
llegaba al desmonte, al solar de aquella casuca que habían tirado hace poco. En
la calle estrecha, en la que se mezclaban diminutos chalets de otro tiempo con
un jardín raquítico, y edificios de pisos, de cinco o seis alturas, estrechos, de
un ladrillo pobretón, de terrazas pequeñas cerradas de cualquier forma -pese a
todo dueña de cierta gracia castiza- en esa calle, no se oía a esas horas ni un
alma. Salvo aquellos pasos, otra vez, claramente. Y sonaban de una forma
peculiar, inconfundible para el oído finísimo del Amigo Pulardo. Eran pasos de
boto campero, o de botín flamenco, de calzado de tacón macizo y alto. No había
duda. Se inquietó de repente un poco, recordando los pasajes más encendidos de
su charla, cuando arremetió contra el toro raquítico y colaborador, descastado
y repetidor, que eliminaba de la fiesta toda emoción; cuando puso a caer de un
burro al todo el gremio de picadores, clamando por la reforma de la pulla y por
cabalgaduras más ligeras, cuando recordó que Bienvenida, Antonio, había tomado
la alternativa con toros de Miura, ganadería que alguna de las pretendidas
figuras esquivaba por sistema, Aplausos, puntillas, chasqueo de dedos, pulgar
contra cordial y el público rugiendo, es un decir, prorrumpiendo en si señores
repetidos… No había duda, ahora a un lado, la negrura, el espesor de la noche,
se movía. Se movía sigiloso como una nube oscura que se desplazara sin pisar el
suele, pese a que a la altura de los zapatos parecían brillar unas grandes hebillas.
Al acercarse, la nube se hizo saco, y al acerarse más aún, un poco asustado,
Pulardo tuvo que hacerse a un lado. El saco negro del tamaño de un hombre encorvado
le recortaba. Si le recortaba y le quebraba, obligándole a salirse del camino,
empujándolo con tres gestos más bruscos a una bocacalle desierta. Pudo por fin
distinguir un sombrero ancho, una capa española llevada como embozo. Se quedó
helado: ¡El estudiante de Falces! Quiso echar a correr, pero entonces una mano gigantesca
lo agarro con fuerza y de un tirón casi en volandas, lo metió en el callejón. Ven
aquí tú, tío piernas, lechuguino, piquito de oro, tío pera, listillo. La voz
era ronca y cavernosa. Encendieron un farol y entonces pudo verles. Al gigantón
de voz cascada y aguardentosa, de patillas a lo Paquiro, de aires a lo canalla
antiguo pese a lo moderno de su chupa vaquera, le conocía de vista, de las
tertulias del patio de caballos. Luego miró a los otros y ya no tuvo dudas,
conspicuos representantes del denostado gremio: el Pimpi, el Rubio, el Linchi y
el Mingas. Pero no podía ser, los dos primeros, ¡con lo que habían sido! ¡Si
tenían que estar de acuerdo con el! Que quiere usted Amigo Pulardo, la
solidaridad gremial, nosotros no queremos, en el fondo no es nada personal. En
cambio los otros dos, el Linchi y el Mingas, le miraban con saña, con los ojos
vidriosos del que se pasa el día achispado. Ventrudos, hinchados, apenas
capaces de cerrar sus enormes muslos para andar derechos, la corpulencia del
Amigo Pulardo a su lado no era nada, el gorrión frente al gocho. Cuando parecía
que nada iba a suceder, volvió aparecer el estudiante embozado, con el venía
Martincho montado en un toro cornalón ensillado con una albarda. Se hizo de
repente un silencio atroz. Todas las miradas se inclinaron hacia el suelo. Se
puso el Amigo Pulardo a seguirlas hasta entender lo que había provocado el
silencio. Ahí estaba vestido de corto, con sus polainas camperas, su castoreño
como de juguete, sus manazas peludas y chupando un cigarro Antonio Merino, el
enano de Las Ventas. Asomaban de la faja que le ceñía la cintura las cachas de
su faca descomunal. Abrió la boca para decir maligno: así que mis compañeros de
ahora son un gremio de botijeros y montan caballerías como montañas, así que
son jugadores de ventaja que pican protegidos por un caballo que es como un
carro de llevar cántaros, así que hay que reformar las cosas, que se pierde la
suerte. La suerte la vas a perder tú ahora cuando probemos contigo si esta
pulla sirve o no sirve. Y diciendo esto escupió el cigarro y abrió la
gigantesca faca. Vaya, faca de bella factura se dijo Pulardo, ya no se ven así.
De esas de capar gorrinos y de abrir melones de piel de sapo de un solo tajo.
¡Zas, por la mitad! Parece una antigüedad. Y dejando de temblar pensó, ¿y este
enano cuantos años puede tener hoy…? No puede ser y tampoco el Pimpi, ni el
Rubio. Por la ventana entraba el primer rayo de sol.
Debajo:
Francisco de Goya. El diestrísimo estudiante de Falces.
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