Dice Baroja, don Pío, con su acusado pesimismo post romántico que “Las condiciones en que se desliza la vida actual hacen a la mayoría de la gente opaca y sin interés”. Es posible que tenga cierta razón, aunque tenemos al respecto nuestras reservas. Y desde luego hay una circunstancia y un lugar dónde esto no se produce nunca: una tarde de toros, en particular y sobre todo, una tarde de toros en la madrileña plaza de Las Ventas. Se da en una tarde de toros en Las Ventas un fenómeno misterioso, una conjunción de factores en la que se acumulan tal variedad de tipos, tal variedad de caracteres, en la que coinciden tal multitud de personas de diverso origen que por una parte, lo anodino, lo gris, lo vulgar desparecen en el bullir de la plaza que cobra vida y por otra parte, eso mismo: la plaza vive por si misma y adopta por unas horas la personalidad más viva, despierta, vital, abigarrada, apasionada, agradecida, exigente, gruñona y contradictoria que imaginarse pueda. El gran don Pío desconocía esto y quizá sea este su mayor defecto, el único que le ponemos como escritor, aceptando su mal carácter, su espíritu gruñón y contradictorio que tan naturalmente se hubieran sentado en un tendido o en una andanada a dar su opinión y a participar, incluso desde la más extrema individualidad, o por eso mismo. Es uno de los asombros de la Plaza (con mayúsculas) y uno de los motivos para agradecer y admirar, pese a todos sus errores, la presencia del SIETE, formado tarde tras tarde como una legión imperturbable, sin un claro entre sus prietísimas filas, exigente, gozoso y agradecido a un tiempo, participando. No sólo el siete claro está, pero también. Gutiérrez Solana, contemporáneo de don Pío, nos ha dejado crónicas en las que resalta a un tiempo su horror por el espectáculo de caballos reventados, faltos de la protección del peto, y de torerillos y maletillas bestiales, y su profundo conocimiento de las suertes y de la corrida, la misma contradicción que se da entre su profunda religiosidad y su brutal clerofobia. Contradictorios somos, contradictoria es la plaza y espléndida la tarde de toros, en su dureza y en su hermosura, haciendo de reflejo condensado, comprimido, de lo que la vida es y ofrece. De lo que la vida regala. Hay un elemento especialmente difícil, y duro en esta Fiesta, también con mayúscula. Un elemento que también comparte la Fiesta con la vida misma y del que hasta hoy, con todo el sentido, no ha querido desprenderse. Y es que está presidida, como quien no quiere la cosa, por la terrible calva. La Muerte, en imagen solanesca, está ahí, unas veces con el huesudo mentón apoyado sobre un burladero, desde dónde observa la lidia con su risa petrificada; otras veces, con las tibias cruzadas, sin necesidad de almohadilla, sentada en un tendido, o escondida en lo alto entre el público de alguna andanada. Esta es la verdadera tragedia del espectáculo que sin el riesgo del toro verdadero, de la bestia poderosa e imponente pierde su emoción y razón de ser. Deseamos desde aquí a todos los diestros y cuadrillas que estos días pisan el suelo de la plaza para lidiar una corrida de toros, la mayor suerte y la protección del Altísimo, para que puedan actuar sin dar el mínimo triunfo a la solanesca calva. Y dedicamos estas buenas intenciones y estas pobres líneas a todo ellos, pero muy en especial a los que se enfrentan al Toro (nueva mayúscula), verdadero centro y piedra angular, con el miedo que su poder despierta, de la Fiesta. Ese toro hoy lo traen algunas ganaderías. Permítasenos que bajemos por un momento de las alturas para entrar un algo en la arena: nos referimos al toro con pies, al toro que no se cae, al toro que llena la plaza con su sola presencia, al toro codicioso, al todo que exige mando, al toro que no perdona que se le hagan mal las cosas, al toro que se arranca ya muerto. Los vimos ayer con la corrida que trajo a Madrid el ganadero José Escolar. Don José Escolar. Aplaudimos a los toros, admiramos a diestros y cuadrillas, que con su valor ante ese enemigo que lo es, mantienen viva la Plaza y con ella a ese mundo de siglos, en el que los espectadores que acudimos alguna vez a Las Ventas, a ver ciertos toros, tenemos el privilegio de participar, ausente toda vulgaridad. ¡Chimpón!
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