A la señora Yang
(Según la melodía “Ching Ping”), de Li Po
Su traje es una nube, su cara una flor,
radiante con el rocío de la primavera.
¿Estoy en la cumbre de la Montaña de Jade,
o en la Terraza del paraíso bajo la luna?
A mi amigo Wei, letrado en retiro, de Tu Fu (fragmento)
Difícilmente podemos vernos
como las estrellas Shen y Shang
¡Bendita la noche de hoy que nos reunimos
A la luz de un mismo candil!
Ya ha pasado rauda
nuestra edad lozana,
y ahora nos cubren las canas.
Visito a los viejos compañeros,
más muchos de ellos son ya espectros.
(…)
No es sorprendente enterarse de que el delicado y tintineante Tu Fu fuera el inventor del epitafio, el suyo propio, según la leyenda, propalada por don Alvaro Cunqueiro, nuestro famoso sinólogo gallego. Este fue el epitafio de Tu Fu, melancólico, lúcido y tembloroso, para sí mismo:
Tu Fu amaba las blancas nubes
y las verdes colinas,
¡pero ay, murió de tanto beber!
Pero volviendo a Alcides, se sentía cosmopolita e internacional por haberse cruzado con una inglesa en chores al volver de tomar café en el casino. No quiso intentarlo con los haikus japoneses, pero si con Turguenev. Se lanzó con el diccionario sobre Padres e Hijos y sobre un capítulo de Memorias de un cazador. Pensó que, como conocía las obras, sería más fácil. Pero nones. Nada de nada. Con el capítulo de las memorias ni lo intentó, pese a probar la traducción por infusión, con unos tragos de Vodka. Pero el destilado de patata no es lo suyo, pues Alcides es más del país de la uva. La verdad es que las traducciones de ahora son directas del ruso y muy buenas. Los cursis no lo soportan. Así que no merecía la pena sacrificar el hígado. Alcides pasó al español:
Iván Turguenev, Memorias de un cazador:
El bosque de Ardalión Mijáilych me era familiar desde la infancia. Con frecuencia acompañaba a Chaplýguino a mi preceptor francés M. Desiré Fleury, bellísima persona, que, sin embargo, estuvo a punto de arruinar mi salud, a fuerza de administrarme todas las noches la medicina Leroy. Este bosque que constaba de doscientos o trescientos enormes robles y gigantescos fresnos. (…)
Finalmente, agotado en su retiro provinciano por tanto esfuerzo, lo intentó en francés. Esta vez sí. Pensó que abdicaba al reeditar la intentona con una novela policiaca. Pero se encontró con un extraordinario contador de historias, un gran narrador. Aunque Alcides no es partidario de utilizar expresiones rebuscadas, ni de envolverse en ningún manto de intelectualismo de pacotilla, pensó, sólo por un momento, que había dado con gran literatura (nadie topó nunca en España, pese a lo que repiten siempre los que no han leído el libro) :
Quand il se réveilla au petit jour, il y avait devant le train arrêté, une barrière peinte en vert, une petite gare entourée de fleurs.
Mme Maigret et sa sœur, déjà inquiètes, regardaient les portières les unes après les autres.
Et tout cela, la gare, la campagne, la maison des parents, les collines d’alentour, le ciel lui-même, tout était frais comme si chaque matin c’eût été lavé à grande eau.
Georges Simenon, La guinguette à deux sous
Horrorizado por la palabreja, por la ermita intelectual, en San Angel o en Coyoacán, salió a dar una vuelta. En realidad, el gran regalo era aquello, el otoño en su culminación. El extraordinario silencio. El paisaje un poco fantasmal, sin llegar a la niebla, pero con una humedad que la hacía presagiar, de maravillosa luz grisácea, veladuras lechosas en un silencio casi absoluto, alfombrado el suelo de hojas pardas y desechas en montones, a orillas de caminos y carreteras, llenando las cunetas, esparcidas por el suelo, quietas como el entorno. Sin la menor brisa, sin un movimiento, sin un animal, como conteniendo la respiración el paisaje, al echarse a dormir. Sobre los árboles, todavía una nota de color, de un amarillo extremo, último, como un recuerdo del mundo alegre que el invierno se aprestara a recoger del todo, a ordenar y a colocar cuidadosamente podado, antes de pasar por todas partes el manto de frío que no había hecho todavía su presencia.
Por la noche, entusiasmado por la visión de aquél paisaje, ahora bien guardado en la retina, se lanzó sobre el más extraordinario habano que los tiempos hubieran visto y el fumeque fue memorable: la tapa de la tabaquera sin cerrar, el rápido y certero corte, la llama espléndida y la nube convocando todas las compañías, y páginas y más páginas. Lo cierto, sin embargo, es que le produjo luego las más atroces pesadillas. Despertó sobresaltado a las tres de la mañana, escapado del puchero en el que un atroz marmitón quería cocerlo, como a un ingrediente más, sumergiéndolo en el burbujeo de una desmesurada y extraordinaria sopa de pescado al estilo del cantábrico. Así es la vida señores, una ermita intelectual, en Coyoacán o en San Angel.
Seguramente se trata de un borracho.
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