La
lectura de los libros de Gregorio Corrochano es apasionante. Se descubre un
mundo. No se torea porque sí, nos dice en “Cuando suena el clarín”, y con esa
sencilla frase se revela con toda su dificultad lo que ir a los toros debería
ser. Con toda su dificultad y con todo su enorme interés, que viene a ser no
abdicar del espíritu crítico que se supone caracteriza a un occidental y tratar
de ver lo que en el ruedo sucede, tratar de entenderlo y tratar de saber si se
hace bien o se hace mal, con verdad o con engaño, si era posible otra cosa o no.
Y todo ello centrado en el toro, en el toro espectáculo. Cuantos amigos acuden
a la plaza en busca de una única faena, del faenón que sólo puede ser de una
manera, que sólo puede ser uno. ¡Que aburrido tiene que ser ir a los toros de
esa manera! Buscando siempre lo mismo, que rara vez llega, pues no está en la
naturaleza de la fiesta que pueda suceder con la frecuencia con que lo pretende
cierto público.
Tato
está molido y contribuyen a molerle más aún ciertas conversaciones sobre toros,
que son en realidad en exclusiva sobre toreros. Tal compañero va a la plaza a
ver a Fulanares, tal otro cuenta su emoción ante un pase de Fulante, pero no recuerda
de que ganadería eran los toros que se lidiaron ese día; un tercero cuenta
orejas como quien cuenta goles. Y mientras tanto Corrochano, con su agudeza,
con su sensibilidad y con su conocimiento del asunto, conocimiento técnico
también, nos va explicando las cosas de otra manera: variada completa, de
matices asombrosos, siempre alrededor del toro, que es el eje del espectáculo.
Nos decía ayer, al comentar la faena de muleta que le hizo a un toro Luis
Miguel Dominguín, que una de las dificultades residía en que el toro era de
cuello corto y grueso y por lo tanto sería más difícil bajarle la mano para que
humillara. Al intentarlo, se perdería el contacto entre muleta y toro (la mano
baja pero el toro no sigue) y por tener el toro poco son, se pararía la
embestida. Dominguín se dio cuenta y toreó con la mano más alta, logrando
embarcar la embestida. En fin, como suele pasar, el resultado es que Tato, con
los compañeros de trabajo que acuden a la plaza no puede ni mentar estas cosas,
porque le miran como si fuera un loco predicando cosas extrañas. Ya ve don
Gregorio, la faena que me ha hecho, con lo feliz que estaba yo aplaudiendo a
Fulante por hincar la barbilla en el pecho…
Tato
Para
más noticias sobre don Gregorio y para abrir un poco los ojos con un aficionado
crítico que trata de entender lo que narra, y no sólo de narrarlo, se
recomienda acudir a José Ramón Márquez en www.salmonetesyanonosquedan.com.
¡Que modernez! A el le debemos lo de hincar la barbilla, la verdad sea dicha.
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