No ha mucho que en el parnasillo donde se solazaba, improductiva y muelle, la tropilla cepogordera compareció, renqueante de su pierna derecha, un hidalgo de aspecto menesteroso, enjuto de carnes, el rostro surcado de arrugas y tan nevados el escaso cabello y la barba rala que por si solos declaraban una provecta senectud. El anciano posó largo rato una mirada ansiosa en la bien surtida olla que borboteaba en el centro de la estancia y acto seguido declaró resueltamente su deseo de de hablar con el encargado.
Sin demora se presentó ante él un mozo desgarbado, ante el cual el anciano, empujado por su mucha necesidad, se humilló a exponer sus méritos literarios.
Yo –expuso con orgullo- no soy tan estevado como Quevedo, ni tan manco como Cervantes, y conservo gracias a Dios mejor vista que Jorge Luis Borges. Dirigió una mirada furtiva, lasciva y dimisionaria, a una de las mozas que por allí trajinaban, y prosiguió: Escribo mejor que Juan Luis Cebrián y no soy tan maricón como Antonio Gala. A lo que inmediatamente, temeroso de que tal negación le fuese computada como demérito, añadió no ser tan machote como Arturo Pérez Reverte.
Tampoco soy, prosiguió el anciano, tan vizcaíno como para ser secretario del rey, ni de cámara o consejo alguno. Y, de nuevo temeroso de que tal remoto origen fuese causa de expulsión, afirmó con astucia haberse criado en el mismo Valladolid.
Luego el anciano sacó de su bolsa cuatro o cinco libros resobados, que el mozo hojeó con muestras de aprobación, y declaró su convicción de que con copiar algunos párrafos de aquí y de allá, citando su procedencia tan sólo cuando esta fuese demasiado evidente, y completando lo que fuese menester con citas bajadas del internet, podría ir pergeñando algunas piezas apañadas con las que mantener entretenidos y fidelizados a los visitantes de la página.
A cambio de su colaboración el derrotado anciano no pedía otra cosa que alojamiento y dos comidas al día, con la golosina en cada una de ellas de una onza de chocolate sin azucares añadidos y un vaso de vino que no fuese de tetrabrik. Como el mozo accediera a ello y le prometiera además, para en su día, una casaca de paño grueso para soportar los rigores del invierno y un par de botas que le sobrasen, el Escriba -pues tal fue el sobrenombre que el mozo le propuso- se sirvió un buen plato de la olla y dos vasos de vino y, tras besar la mano a su benefactor, se retiró a la covachuela que este le había asignado y después de rezar sus oraciones con mas voluntad que acierto se acostó en el angosto catre y no tardó en quedarse profundamente dormido.
Al curioso Lector corresponderá decidir si el Escriba se gana honradamente el alimento cotidiano y si llega incluso a ser merecedor de una casaca de paño grueso y las botas prometidas.
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