8 de octubre del 2012.- Ayer corrida de Palha en Las Ventas. Leídas las crónicas de Zabala, Amorós, estupenda, como la del día anterior y Márquez, no varía mucho la mía, que ahí va:
Grada del tres, buenas entradas. La sensación de plaza llena, después de tantas novilladas en las que se quedaba a media o tres cuartos, sobrecoge. Hay como un revoloteo producido por las conversaciones, como si las voces fueran un batir de alas y toda la luz fuera a echarse a volar.
A nuestro alrededor cierto turisteo, pero a izquierda y derecha, personal nacional. Un señor de buena pinta, con su mujer y amigas, más que mediana edad y por lo visto aficionados asiduos. El en silencio toda la corrida, sólo se le oye murmurar en momentos inesperados, ante ciertas reacciones de los toros. También aplaude. A mi derecha, un chico que protesta mucho, con otros dos, más prudentes. Hablamos un poco. Desde luego mi vecino parece poco enterado pues le indigna que los picadores traten de picar antes de que el toro haga contacto con el peto… Totalmente enseñado por las cientos de veces en que la suerte de varas se hace al revés, es decir mal y desvirtuándola completamente, ha acabo por pensar que consiste en esperar al toro sobre una mole comparable a una pared de adobe, y una vez se ha estrellado el animal, picarle entonces a placer. En fin.
Delante, tres señores entrados en años que hacen comentarios interesantes y con los que intercambiamos impresiones. Pasado el tercer toro, la señora que va con ellos, delgada como alambre, cabeza pequeña de perfil aguileño y pelo blanco corto, me tiende un folleto que confundo al principio con el programa de la tarde. Es un díptico contra bancos y clase política que no he leído todavía. Un poco más lejos un señorín grita de vez en cuando frases que no se entienden, pero al parecer son de indignación, pues sí se distingue algún taco, algún “¡conio!”. Una señora de las de la izquierda explica que grita lo mismo todas las tardes, pero que nadie le entiende. Desde lejos parece lo que antes se llamaba un tontito. Estratégicamente colocados por la plaza, los gordos habituales para dar ambiente. Frente a nosotros el siete al completo, y debo decir que afortunadamente.
El espléndido espectáculo que es el paseíllo surge extraordinario una vez más ante nosotros.
Los toros de Palha de aspecto y pelaje variados, con fuerza menos el cuarto, imponentes en general, muy armados de pitones. Acuden pronto al caballo y repiten, aunque uno de ellos mansea y al cuarto que se queda parado, apenas si se le puede picar. Nos quedamos con las ganas de ver a Tito Sandoval. Javier Castaño pone los toros largos y la gente lo agradece. La suerte de varas se transforma, surge la emoción, vuelve el torneo y lo que se produce es único, con el toro arrancado de lejos. Uno de los momentos más intensos y hermosos, cuando se hace bien claro, y cuando hay toro, cuando el animal es el centro del espectáculo y sobrecoge.
Es una de esas corridas en la que es difícil pronunciarse. Los toros son difíciles sin duda, pero ¿lo son por falta de bravura o de nobleza o tal vez por casta mal canalizada por los diestros? Parece que hay un poco de ambas cosas. Desde luego desarrollan sentido y no parece que puedan permitir esa forma de torear que mucha gente quiere ver. También parece que en varios momentos la lidia ha sido muy desordenada, con carreras y exceso de capotazos y que eso ha podido sin duda estropear el juego de al menos dos de los toros. Por momentos parecía como si alguno de los toreros no fuera consciente de a que toros se enfrentaba, con descuidos de toreo moderno, descubriéndose, destapándose, lo que los animales, con mucho sentido no perdonaban. El resultado es que la corrida es emocionante, no carece de interés en ningún momento para quien sea consciente de las dificultades a las que se enfrentan los toreros, que sólo por torear Pahla merecen nuestro aplauso. Quien piense que una corrida de toros tiene que ser sistemáticamente la de la faena de los cuarenta pases, si o si, se habrá sentido decepcionado, e incluso habrá criticado a los diestros por no darlos y a los toros por no prestarse a ello. Y con ello, nadando en paradojas, contribuirá a la lenta extinción del espectáculo. Quien haya sabido deleitarse con la breve faena de Javier Castaño a su primero de pinta jabonera, viendo como empezaba por alto, moviendo la mano como si no hubiera gesto, la muleta quieta en movimiento, siempre a la distancia justa, sin que la rozara una sola vez el toro con los pitones, habrá visto torear y se lleva el recuerdo a casa. Lo mismo podemos decir de muchos otros detalles: los dos pares de banderillas puestos por uno de sus subalternos a su segundo toro, lo encelados que estaban los animales a la tela, pegajosos, codiciosos, con fuerza y presencia, el valor de Alberto Aguilar, el toreo por bajo, de sometimiento, de Fernando Robleño a uno de los suyos. Una tarde de toros, porque había toros en el ruedo, aunque nos hayamos quedado con ganas de más, aunque sea difícil darle nota alta al ganado, al que le faltó nobleza, clase, fijeza, pero que tenía fuerza, presencia, trapío, carácter, poder. En fin lo que es una corrida de toros, algo que encaja mal en esquemas rígidos y simplificados. Y tan difícil de ver.
Pero los animales no estaban solamente en el ruedo. A nuestra izquierda un potente polichinela grueso y de pelo cano vocifera que él ha pagado una entrada para ver torear. Por una parte está claro que quiere los cuarenta pases, que con estos toros no se pueden dar. Por otra que en su casa manda poco, que la Paqui lo tiene bajo el yugo, que hace la compra, pasea a los nietos y probablemente friegue. Además, de pecar poco. Volviendo a la cosa taurina, lo que quiere es el ballet con las poses y estiramientos que estos animales no toleran. Quiere el toreo que hacen algunos con los animales descastados y sin fuerza, con los que la emoción desaparece y con ello los toros. Otro espectador se encara y le suelta la estupidez esa de que si no está contento que baje él, suprema memez del espectador moderno, que limita su análisis de lo que ve en el ruedo a ese comentario que es una bobada, un no saber nada. El gordo que hasta ahí si llega se pone frenético y patalea, encendido como una bombilla. Interviene la autoridad y entre todos les callamos.
Uno sabe que no es bueno para la salud ser uno de esos gordos poderosos que gobiernan la plaza. Al menos que creen, a ratos, gobernarla. No es así en realidad. Pero se sueña a veces con tener el poder de reventar la camisa y asesinar de un botonazo a algún molesto pelele. Como el crimen no es bueno y la gordura está perseguida, habrá que pensar en ir un día disfrazado a la plaza con un gigantesco cojín, sobrepuesto a la panza propia. Nadie diría nada. En los toros se fuman cigarros puros magníficos y modestos, se bebe, tintorro y güisqui de malta (los horterillas que los hay), se calla, se grita, se aplaude, se tiembla de emoción, se charla y a veces hasta se aburre uno, sin el menor incidente. El espectador es libre.
Una semana después, esta tarde, despedimos la temporada. Para no hacer la cosa muy larga diremos que si su tipo de toro ibarreño impresiona y alguno de los animales es espléndido, los toros de Samuel Flores decepcionan y preocupa ver la tremenda mansedumbre de más de uno. Se lidian dos hierros, resultado de la partición de una misma ganadería.
Varios sustos serios, aumentados por la dimensión de los pitones astifinos, sobrecogedores, una faena casi completa del sevillano Jose Miguel Delgado y Arturo Saldivar, como buen mejicano, magnífico con el capote. Eduardo Gallo, revolcado con violencia por su primer toro, manso perdido, no tiene su tarde, pese al cariño del público y a la presencia que tiene en el ruedo.
Nos vamos de Las Ventas con una cierta melancolía, la plaza diremos que medio… llena. Todos de puente. Y en primer lugar las autoridades. Es el día de la Hispanidad, la fiesta nacional, pero el palco real está vacío y los palcos de la administración, Comunidad y Ayuntamiento también. Otra de sus prebendas. Están los amiguitos, y los amigotes, pero ningún representante del pueblo soberano. Pica el sol y hasta hace calor y uno no puede más de sol, calor y bochorno. Se acerca la lluvia y el cielo, por encima de la plazen, se carga de color, nubes azules orladas de blanco tapan el sol que las atraviesa con los primeros rayos de su declinar, refulgen las chaquetillas que parecen encendidas por la llegada de la noche. Se anuncia de nuevo el otoño que no acaba de llegar, se vacía la plaza, caen las primeras gotas de agua. Una vez en casa, habrá que encender el habano más largo que encontremos en las oscuridades de la tabaquera.