Ilustración de G. Torices. Colección particular. |
Hemos
visto esta tarde, atrevámonos a decirlo, un gran clásico, que nos remite a un
cine con mayúsculas, el de que aquellos grandes directores y actores como Errol
Flynn, Gary Cooper, John Wayne, Charles Boyer, Charles Laughton, Robert
Mirchum, James Stewart, Joseph Cotten, Alec Guiness, George Sanders, Ava
Gardner, Anne Baxter, Olivia de Haviland, Joanne Fontaine, Bette Davis, Lauren
Bacall, y un larguísimo etcétera que incluye por supuesto a Neville y Conchita
Montes, a Saura o Erice, a Jean-Pierre Melville, a un cierto Tavernier, a Jean
Gabin, Jean Rochefort, Philippe Noiret, a Totó, Vittorio de Sica, Gassman,
Monicelli, Rossellini y de nuevo un larguísimo etcétera. Una época del cine que
probablemente ya no volverá. A su lado, las series, tan en boga hoy, con sus
infinitas temporadas, son un triste sucedáneo, representan una cierta miseria
moral y estética, un símbolo de la regresión colectiva en la que, en tantísimos
aspectos, nuestra sociedad está inmersa. Se ha hecho costumbre vivir en la
mediocridad, tragando lo primero que nos sirvan. Se supone natural vivir
instalados en un escalón más bajo que el anterior y, al poco tiempo, tras un
nuevo retroceso y el descenso de un par de peldaños más, nos acostumbramos de
nuevo, sin sentirlo apenas, a la nueva recaída. Sin memoria apenas de lo
anterior. Como si vivir inmersos en un fango que poco a poco nos va tragando
fuera lo natural. Digo fango y no arenas movedizas. Porque el que se ve
atrapado repentinamente en unas arenas movedizas, muere al debatirse por
intentar salir de ellas. Cada movimiento de resistencia le hunde un poco más.
Pero al menos se resiste, muere peleando. Mientras que hoy, el fango nos traga
ante el contento y la pasividad general. Y no me refiero a la política, que no
es más que lo más aparente de algo mucho más profundo. Como si la casa entera
estuviera derrumbándose ante la indiferencia general. Si fuéramos conscientes
de lo que sucede, al menos trataríamos de refugiarnos en el último salón, para
tomar un último café con el mejor juego de porcelana y la mejor cubertería,
mientras la maleza termina de invadir, en un avance silencioso e inexorable, el
resto de la casa convertida en escombros. Pero ni siquiera queda ese reflejo.
Vivimos como si la casa siguiera entera, pero dónde antes colgaban los
bodegones familiares, algunos pintados por los propios abuelos, hoy se admiran
con contento los cromos impresos en un gran almacén que los han sustituido, los
libros viejos se llevan al contenedor de papel, porque no caben, es que no
tengo tiempo, sabes, y del pasado se hace, no una gran almoneda a la que nadie
acudiría, sino sonriente y satisfecha tabula rasa, mientras se reenvían
estupideces por el teléfono móvil, se calculan calorías y se prepara la
siguiente maratón.
El Gran
Bergamota se detuvo, cerrando la carpetilla en la que había traído las notas
para la charla. Se hizo un gran silencio. Luego empezó a subir el murmullo
habitual y se oyeron las primeras protestas. ¿Pero esto no era un cine club?
¡La película no la ha comentado, vaya robo! ¡Pues yo sigo setenta series a la
vez y no veo que tienen de malo, a mí me gustan! ¡Este tío es un cenizo!
Doroteo, por lo bajini le susurró a Tato un ¡ya estamos como siempre! -
resignado. Voló el primer objeto mientras se oía el crujir de la primera butaca
desgajada a tirones del suelo. ¡Payasos! – gritaba Bergamota mientras Tato y Doroteo
le arrastraban hacia la puerta de atrás dónde les esperaba el coche con el
motor encendido. Los murmullos ya eran un griterío feroz -¡nadie se ríe de
nosotros!- cuando el coche arrancó a escape para perderse por la pequeña
carretera comarcal. ¡Ni una más, ni una conferencia más Alcides! - reñía
Doroteo al que habían manchado la chaqueta de tweed con una hortaliza podrida-
te desahogas en casa y todos tan contentos.
Dibujo de G. Torices. Colección particular. |
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