Plaza de toros dorada por
un sol otoñal de una gran delicadeza que parece recubrir todo lo que abarca la
vista como de finas láminas del más ligero pan de oro. Hasta el aire adquiere
consistencia áurea, magnificada la impresión por la salida al ruego de las cuadrillas
para el paseíllo. Los ojos se pasean por todo aquello, rendidos a la
fascinación del espectáculo: la variedad de tipos, la mezcolanza de gentes,
gestos, vestimentas, comentarios. El murmullo de voces, la paloma que como cada
tarde se pasea entre las rayas de picar. Por un momento el espectador se queda
abstraído, entregado al mirar y hasta parece que se hace el silencio y que lo
que desfila ante sus ojos no es otra cosa que la vida misma en toda su variedad
y belleza.
Al volver a la realidad, los ojos llegan asombrados a una línea de
pequeñas estrellas azules. Terminan de despertar al darse cuenta de que se
trata de un tatuaje. El tatuaje puesto sobre el grueso brazuelo de una moza de
poder ataviada de rojo. El tirante rojo y tenso de su vestido se hinca sobre un
hombro frescote. Y el brazuelo decíamos: nada tiene que envidiar a los que
soportan al bicho de seiscientos kilos que acaba de saltar al ruedo. Con la
corrida empezada, la luz dorada se mezcla ahora con las volutas de humo azulón.
Y luego vimos aquello, esa forma de torear, esa naturalidad, esa fuerza y aquél
molinete airoso rematando la serie. ¡Y estábamos allí para verlo!
Fue magnífico
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