Bergamota aseguraba que no eran realmente de vacación los días de asueto, si no se dedicaba un rato tranquilo a abrir los pliegos de algún volumen intonso. No faltaba ocasión de entregarse a esa labor, pues el legado del tío Semiramis contenía mucho libro virgen, al que nadie había hincado el diente (o metido mano como afirmaba Tato). Semiramis Bergamota, al morir, era dueño de una considerable biblioteca en la que junto con los libros que su sobrino llamaba de lectura, se encontraba una buena proporción de papeles y rarezas, fruto de cierta manía bibliófila contra la que el tío Semiramis había luchado toda su vida a brazo partido. Al final habían vencido los de leer a los papeles y rarezas, que sin embargo no eran pocos. La biblioteca del tío Semiramis había acabado en Nava, unida a la propia del Gran Bergamota, instaladas las dos en la planta del palacio cuyo uso había cedido Doroteo al gran polígrafo. Una de las estancias, amplia, luminosa, de fácil ventilación por los grandes ventanales orientados al Este, había sido convertida en biblioteca y despacho. No era raro que las reuniones entre los tres amigos se celebraran en la biblioteca de arriba, como se la nombraba para distinguirla de la biblioteca de la casa, situada en la planta baja. Bergamota aprovechaba para abrir pliegos con una afiladísima navaja portuguesa de larguísima hoja y cachas de madera clara, mientras se hacía la tertulia. En esos días de asueto, en el que las ocupaciones habituales dejaban sitio a un dulce aunque organizado vagar, solía unirse al grupo la Condesa de la Croqueta. Era una excepción que se admitiera a alguien en la tertulia de la biblioteca de arriba en los días de vacación, y esa excepción tenía lugar, única y exclusivamente, con la Condesa. Fidelio Lentini Spotti, el demonio de los Abruzzos, rabiaba por no haber sido nunca invitado al lugar.
Aparecer la Condesa y lanzarse todos al gran juego era inevitable. Le ofrecían asiento, se sentaban alrededor de la mesa, cogía ella recado de escribir, como le gustaba decir, y daba comienzo la elaboración de la Gran Lista:
- Hoy nacional, he dicho.
- ¿Nadie de fuera? ¿Seguro?
- Seguro.
- Hombre precisamente llevo unos días con un descubrimiento bueno y …
- Nacional, narices.
Tato había impuesto delicadamente su criterio, pese a los intentos de Doroteo. Bergamota terciaba asegurando que en cualquier caso la lista nacional era siempre la mejor, la más valiosa, no sólo por la calidad extraordinaria del país de poetas – así se refería a España alguna vez- sino por el idioma. El idioma materno, mascado, esculpido, trabajado, rotundo, aéreo, luminoso.
- Pues Tato, ¡lánzate hombre! dijo Doroteo un poco picado.
- Pues claro, ahí voy: García Pavón, un fuera de serie.
- Hombre claro, pero creo que ya le teníamos dentro de la Gran Lista…
La Condesa se tiró al ruedo:
- De lo primero en la Gran Lista, Corrochano. ¿Qué es torear? es algo extraordinario, toda una España.
- Por lo que a mí respecta, incluya usted en la Gran Lista al pintor Solana, por sus libros claro.
Bergamota era un devoto de los escritos del pintor y pasaba horas delante del retrato que Solana había hecho del abuelo de Doroteo: traje azul, mesa de despacho cargada de objetos –purera, habanos, pipero- en la biblioteca del palacio, de la que se veían los estantes, detrás del retratado, atestados de libros.
Finalmente, Doroteo pidió que se incluyera en la Gran Lista a Dionisio Ridruejo por los Cuadernos de Rusia. Pero lejos de dejar aquí la cosa la condesa concedió dos rondas más y así llegaron a la lista el Belmonte de Chaves Nogales; la Vida de Manolo de Pla; Nuestro padre San Daniel y El obispo leproso, de Gabriel Miró (propuestos por varios de los participantes a la vez), el poema de Góngora que empieza con aquello de hermana Marica…, los versos de Francisco de Aldana, El fulgor y la sangre de Aldecoa, y alguna cosa más.
Hasta que con la hora del paseo, se deshizo la reunión.
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