miércoles, 25 de septiembre de 2013

HUMO EN LOS TOROS O TAXONOMÍA DE TRAGONAS

Gordo, acepción sexta del RAE (anticuada): 6. adj. ant. Torpe, tonto, poco avisado. 
Hay gordas flacas y flacas gordas. Y gordas gordas. Ya me entienden. Hablamos de mentalidad, gordas ligeras y gordas o flacas plúmbeas, que son como una bola de granito de bovino mirar, que revientan el suelo con la presión de sus tobillos tubulares. Combinaba Bergamota un hondo desprecio a las miserias de la tropa, a sus absurdeces a sus constantes salidas de tono de toda suerte, ordinarieces, cópulas y emparejamientos estrambóticos, ansiedades por figurar y sentirse objeto de la atención del prójimo; combinaba ese desprecio, mezclado de indiferencia, que le empujaba a la retirada y al aislamiento, al sosegado silencio, con un hondo sentimiento cristiano, incluso con una fe verdadera. Bergamota olvidada entonces sus monstruosas prevenciones y era capaz de acoger al prójimo, de escuchar a la tropa, de mirar con benevolencia a los demás, de tratar de entender y comprender sin juzgar. Una joya Bergamota. Ante la infecta gorda sentada, mejor dicho despatarrada en la delantera de andanada de la plaza, ¿cuál de las dos caras de Bergamota triunfaría? En primer lugar y a primera vista, todo condenaba a la infecta, no había por dónde cogerla. Y por encima de todo merecía ser molida a palos por su falta de carácter. Esas miraditas, girando la cabeza de medio lado hasta alcanzar a verle, reprochándole que fumara, reprochándole con ojos de perro enfermo las volutas de humo, que según parecía decir con la mirada boyuna la estaban asesinando, machacando, haciendo la vida imposible, ahí en los altos de la plaza, al aire libre, con brisa y sin calor.

Una gorda de verdad se hubiera levantado de un brinco a montar un pollo, quejándose del tabaco, del humo, de la gente, del derecho por su ausencia y de la gente por gentuza. Sólo a gritos de “señora a ver si se calla” se la hubiera podido reducir a silencio. Una gorda con carácter, con raza, con nervio, una gorda de cien arrobas se hubiera quejado de que el cigarro no fuera habano: A ver si fuma usted algo decente pelagatos, si va a molernos a humo, por lo menos que sea del bueno, tío piernas, muerto de hambre. A callar tiorra, si no le gusta el humo vuélvase a la portería y al ajo frito, usted a comer pipas como los loros. Yo a este tío señorito le casco, lo crujo, serénate Gertru que te pierdes, sujetadme que le ahogo… ¡Deje ya de bramar señora que los toros están en el ruedo….! La amable escena imaginada hubiera sido imposible con la gorda de ayer, turista, extranjera, borrega, llorona, asesinada, falta de todo carácter. ¡Qué aspecto tenía la pájara! Como era posible que una señora así, gigantesco monigote de trapero, de uñas despintadas, piezarros, cogotón, pelo a tazón mal teñido, como era posible que el mico se sintiera con derecho a quejarse, cuando constituía ella misma, con su sola presencia, una ofensa estética, la más brutal agresión a la vista que concebirse pueda entre los espectadores de un acto público. ¡¡Bergamota!! ¡Lo que dice usted falta a la caridad, es usted un fascista! De haber estado tranquila, nadie hubiera dicho nada y nada habría pasado. Pero la tiorra exigía. Bergamota le lanzó una mirada gélida, desde otro mundo, y a partir de ese momento, dejó de hacer esfuerzo alguno para influir sobre la dirección del torbellino de humo del potente tabaco del Valle de San Andrés. Hasta la primera queja lo había intentado, esperar a la brisa contraria, soplar hacia arriba o hacia abajo. Pero ya no. Sólo expelería y dejaría que fuera el airecillo de la tarde el que decidiera. Pues el airecillo, desde ese momento, apunto con firmeza, sin vacilaciones y ya para siempre al cogote de la sufragista antitabaco, convertida de repente en el faro al que acudieron los humos de los tres cigarros, el de Alcides, el de Doroteo y el de Tato, los tres del Valle, pero gigantescos además los de Tato y Doroteo. Al siguiente toro se fueron el mico y toda su parentela.

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