Comemos estupendamente en el restaurante Los Tapiales, en una terraza cubierta contra el agua que cae a mares. Nos toca en un rincón que casi parece un reservado, y la charla es amena. Tanto como el viaje de vuelta, en la luz del atardecer que saca brillos metálicos a los pastos de las dehesas ganaderas y se filtra entre los árboles, dando un aire de paisaje mágico a las grandes fresnedas. Nubes en las cumbres.
Uno no sabe si quisiera emanciparse de las tareas del trabajo cotidiano para poder dedicar el tiempo a la lectura y el estudio, y si ese anhelo no es en realidad más que un pretexto para distraerse de la rutina con otras cosas. Tal vez si el sueño se hiciera realidad descubriríamos que no hay tal deseo, que los ojos se cierran ante los textos, que nos invade el sueño con las lecturas, que la mente se atora, la vista se nubla, el entendimiento se espesa hasta detenerse. Se nos cae una gota de babilla. Tal vez mejor no arriesgarse a probar.
Termino ayer Terror rojo, de Wenceslao Fernández Flórez. Me parece un buen libro, terrible, conciso, claro. Lo que relata pone los pelos de punta. Pensar que la izquierda española está de nuevo a vueltas con todo aquello resulta desolador.
Sería divertido dedicar un rato a glosar el discurso de aquella escritora en la feria del libro de Frankfurt, que seguramente con buenas intenciones y atroz voz de pito nos endilga todos los tópicos sobre literatura que cualquier memo espera oír hoy en día, desde las tres culturas a la literatura como no se sabe que salvación, pasando por el mal olor de la edad medida, la intolerancia de nuestros reyes y hasta la dictadura de Franco. Todo ello envuelto en la más almibarada y empalagosa ñoñería. Pero no seamos injustos, volvamos a escuchar el discursejo y veamos si esa primera impresión se confirma o no. Tal vez sea incluso peor. Oiga, no se pase, que es usted insoportable.