De nuevo allí. Hoy también, esta tarde, con la plaza llena. Y hemos visto torear a Juan Ortega. Nosotros que todavía elegimos los carteles por los toros -no sé cuánto tiempo podremos seguir con esa maña- le hacíamos ascos al cartel de esta tarde. Pero nos han podido las ganas de volver a la plaza, de volver a Las Ventas. Y una vez sentados, fuera prejuicios, fuera faenas preconcebidas, fuera pañuelos preparados. Mirar, mirar y mirar. Y no hemos visto más que a Juan Ortega, con la muleta, toreando al segundo de su lote, sexto de la tarde. De repente se paran las cosas, de repente se escenifica aquello de la línea horizontal, el toro, y la línea vertical, el torero. De repente se anda menos, se pierden apenas pasos, se rectifica apenas; de repente las series son cortas, medidas, pensadas, con remates airosos, vemos torear al natural, por las dos manos, y vemos toreo cambiado, vemos empezar la faena por bajo, continuarla con ayudados por alto, vemos torear, vemos al toro que se va quedando encelado, dominado. Y la verticalidad, la compostura, la naturalidad, la mesura, el inexplicable aire suave de pausados giros del poeta. Unos muletazos que nos encienden, que encierran una belleza que de repente se derrama ante nuestros ojos, después de tantas tardes desaparecida.
Se podrán discutir cosas por su puesto, no es esa la cuestión. ¿Por qué llevarlo hacia los chiqueros? ¿Por qué no acabar la faena en los terrenos dónde empezó? ¿Faltó un poco de hondura, de poder? Qué pena la estocada que desde dónde estábamos parecía contraria. Por supuesto. Pero hemos visto torear, hemos visto lo que da sentido a todo esto, a sentarse en la plaza a ver a esos hombres jugarse la vida. Oiga, no se ponga profundo que me voy. Descuide que ha sido sólo un momento.
De los otros dos matadores apenas hay algo que decir, sino que Emilio de Justo cortó dos orejas, de las de toreo automático y el Juli, lo mismo, un sola, pero del mismo estilo, de esas en que el torero parece un compás abierto dando vueltas como una peonza con el toro prendido de la punta exterior. Tampoco hay que cebarse, cada uno hace lo que puede, como nosotros, con tantas limitaciones. En fin. Que esta tarde estábamos allí de nuevo y que hemos visto Torear, con mayúscula, a Juan Ortega.
Para el Heraldo de Nava, Genaro García Mingo Emperador.
Por cierto, al recoger el coche se veía claramente que los señores que pagaban el aparcamiento delante de nosotros también venían de los toros. Les abordo con descaro. ¿Vienen ustedes de los toros? Se giran sorprendidos, si señor dicen mirándome de arribe abajo. Me apresuro a confirmar que yo también. Sonrisa. Voy al grano: ¿Qué les ha parecido Juan Ortega? Cuanto me alegra que sea esa su pregunta, porque esos muletazos, esos muletazos, lo otro, pues no, es otra cosa. Hay que venir veinte tardes para ver una cosa así. Nos despedimos coincidiendo completamente. Oiga, ¿y es imaginación mía o al señor ese, de buena pinta, por cierto, se le caía una lagrimilla mientras evocaba esos muletazos, esos muletazos…? Hombre, y yo que se, que cosas tiene, serán cuestiones del lagrimal descontrolado.
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