Breve
excursión por la tarde a Santa Marta del Ródano, ciudad de la que es originaria
la familia de Calvino de Liposthey, aunque no lo parezca. Tremendo calor,
difícil circulación, los niños se duermen a la vuelta. La ciudad sobre el Ródano,
como la de los Papas, su vecina, es blanca y hermosa, colocada sobre una
altura, cargada de flores, silenciosa y solitaria y, como todas ellas, tal vez
en exceso quieta. Un paisaje fosilizado habitado por gente que no parece
corresponderle, que no casa con aquella piedra, con las portadas de los
inmuebles, las ventanas historiadas, las almenas, las iglesias, las torres.
¿Qué sería de toda aquella gente? De saber hacerlo, de tener talento para
semejante evocación, vendría aquí muy a la mano la elegía del tiempo pasado que
no volverá, cantando las hermosas ciudades muertas; quietas y blancas momias
dónde ya no resuenan ni el canto del trovador, ni el idioma de Mistral, ni los
pasos de las caballerías. Blancas y sonrientes momias destinadas, inertes, a ser
contempladas por ese ser extraño que es el turista. Y tal vez la palabra
contemplación sea excesiva. No son más que el marco por el que deambula el
turista, al azar, aquí como podría hacerlo en cualquier otro lugar o por el
decorado bien pergeñado de cualquier rincón, real o imaginario.
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