Preliminar
cigarrero y desenfadado. Monólogo interior del protagonista. Verdaderamente la
pipita cerda es para enredar, para tener contacto con una madera noble y
trabajada, con la calidez del brezo que va cambiado de temperatura al absorber
el calor del fumeque. Incluso cuando tira magníficamente, cuando espera los
gestos del dueño sin apagarse, y el tabaco arde constante y con parsimonia, sin
sustos ni ajetreos, aun así el gran fumeque, el humo supremo, es el habano.
Esta
mañana, cuando lo estaba limpiando y sacudía las cenizas por la ventana se me
ha escapado de las manos. Sí, un descuido, un gesto torpe, y ha salido detrás
de las ligeras cenizas que casi remontaban el aire, el enorme y pesado cenicero
que las contenía hace un momento. Como decía, no un cenicero cualquiera. Un
cenicero grueso, macizo, de los que ya apenas se ven con esto de que se fuma
menos y en las casas de los maridos apocados mandan implacables sus gordas
esposas. No necesariamente gordas físicamente, gordas y gruesas –como el
cenicero- de mentalidad.
¡Hay
que ver con que fuerza, con qué velocidad caía desde el tercer piso, con que
aplastante seguridad descendía macizo haciendo trizas el aire! Y de repente,
ahí abajo, como un nomo de cuento surgiendo de las profundidades, como un topo
cegato saliendo de su cueva, ¡la presidenta de la comunidad! Se me había
olvidado que todos los días a la misma hora pasa rodando en sistemático paseo.
No tenía que haber limpiado el cenicero a la hora en que pasa la gorda, quiero
decir en realidad que no tenía que haber limpiado coincidiendo con el paseo de
la señora presidenta, Der Präsident. Yo en el tercero, ella abajo, con sus
pasitos cortos, yo viendo las cenizas volar y luego ¡esas manos torpes que nada
sujetan con firmeza salvo el buen habano! ¡Pero qué mal me cae la tía! ¡Qué
voces le pega al pobre Raimundo que aunque pequeñajo y poca cosa no es mala
gente! ¡El cenicero iba a dar en el blanco! ¡Caía centrado, atómico! Una maza
del neolítico hubiera hecho menos daño, ¡cómo se iba a poner todo!
El
impacto fue terrible, como una explosión. Lo extraño fue el silencio que
siguió. Yo había cerrado los ojos implorando a los Cielos, en un arranque de
sensatez, que nos ahorraran la visión de la presidenta despanzurrada,
descalabrada. El impacto y luego, el silencio. Y en seguida los gritos, cuando
ya iba encajando las piezas. Hay silencio porque esta tiesa y no puede dar
alaridos. Pero no. ¡Gritos! No entendía nada. ¡Me han querido matar! ¡Es un
atentado criminal! ¡Salvajes! Era ella, los bramidos eran inconfundibles. Ya me
había separado de la venta con un rápido paso atrás. Silencioso, inmóvil, casi
sin respirar, oía a la gorda gritar. Tan cercanas parecían las voces como si
súbitamente convertida en globo o dirigible se hubiera elevado hasta el tercero
para chillarme en la oreja. Mi furor contra ella redoblaba: ¿No caería ahora
fulminada por un soponcio demoledor, sin manchas ni despojos?
El
cenicero que era de cristal macizo se había hecho añicos y nunca pudo saberse
quien había sido el criminal lanzador.
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