Una
cosa es comer mal, otra es comer incluso peor que mal, en el filo de la
repugnancia, al borde de la náusea, y que al final le pregunten a uno, de
manera rutinaria: ¿Todo bien? Y quien lo pregunta es una criatura siniestra que
parece salida de algún infernal chiscón, de negro vestida, de descomunal panza,
de torvo mirar y grasiento aspecto. Dan ganas de contestar: ¡Todo irá bien si
consigo llegar a comisaría a poner la denuncia antes de morir por el camino,
retorcido por los espasmos del dolor! ¿Cómo es posible conseguir que un
espárrago triguero a la plancha sea algo repugnante, una monstruosidad
culinaria? Hay que ser realmente un artista, un artista del mal, un virtuoso
del envenenamiento, un especialista en adulteración, mixtificación, podredumbre
y descomposición, y un genio de la negrura, de la uña repleta, de la mugre, de
la suciedad, de los resquicios y del lodo. No faltará, en todo caso y para
conseguir esa receta atroz, una materia prima de muy mala calidad a la que
además se someterá a un tratamiento de larga congelación, jugando a romper la
cadena del frío para pasar el rato y ver la cara que se le pone al incauto que
ingiere lo que en tiempos fue un vegetal. Además el triguero habrá que
ensuciarlo. Tal vez no tirándolo al suelo, no, pero manipulándolo con manos que
resistan mal la prueba del algodón, que además sean gruesas y torpes y negras y
pringuen. Pero no es lo anterior suficiente para lograr el monstruoso resultado.
Además, el aceite tiene que ser mucho, de ínfima calidad, antiguo y veterano en
la batalla de las mil frituras. Un aceite renqueante, curando en mil humos de
maléfica negrura, más viejo que diablo. Un aceite descompuesto, deshecho, que
por haber acumulado una experiencia incalculable, de manera sutil y delicada,
permita al comensal, al incauto pelagatos que no tiene más remedio que poner a
prueba su organismo sometiéndose al régimen hediondo de esta casa de los
horrores, permita al comensal, por el mismo precio, probar un poco de todo. Si
un poco de todo, pues con el espárrago se sirven adheridos por el torturado
aceite el perfume de la sardina muerta, del chorizo carbonizado, del cazón en
adobo de ponzoña, del queso a la infamia. Hemos visto al entrar como el
satánico hortera preparaba con la manaza un aperitivo de viejas y plasticosas patatas
fritas, pasándolas de un cuenco grande a otros más pequeño con la manaza, si
con la manaza. Despedían unos destellos como azulados al caer en el
cuenquecillo pequeño, con forma de ataúd. Se servían las cadavéricas patatas,
la tumefacta fritura, no desde la bolsa recién abierta, no. Sí desde el abierto
cuenco, abierto sobre la barra, abierto al mundo, a la tos, al esputo, al
gargajo, rematado por el sobeteo de la mano sucia, mojada en las babas de una
bayeta negra que lo ha conocido todo. Y seguimos vivos. La humanidad es así de
extraordinaria.
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