En la retina el paisaje y toda la escena del café en el porche de la casa ayer, poco antes de nuestra partida. Estamos sentados en un banco de espaldas a la pared, frente al jardín. Un rayo de sol ilumina la tarde y la lluvia nos ha dado un rato de tregua. Frente a nosotros brilla la hierba todavía húmeda, todo el paisaje está como encendido y se ha marchado la sombra. Vemos las tapias que rodean el jardín, todavía descubiertas, a la espera de que la primavera las vista cuando echen la hoja las enredaderas que las cubren. Los setos de boj de un verde casi metálico y los limoneros cargados de fruta contrastan con el verde oscuro de las hojas del magnolio. Al fondo, por encima del seto asoman unos naranjos que marcan en la distancia la huerta que se extiende a un lado y a otro, escondida por el seto. Desde nuestro sitio, por encima de setos, bardas y árboles vemos el monte. La casa está en un alto desde el que las vistas son innumerables y variadas, se mire hacia dónde se mire. El monte es un mosaico de verdes, sobre el que distinguimos casas, aldeas, árboles, pastos. Desde el oeste avanza una inmensa nube cargada de agua. La vemos avanzar llenando el valle y jugando con el sol, alterando el paisaje de manera caprichosa, uno diría que juguetona. Va proyectando sombras, que se retiran luego para que vuelva la luz del sol, para taparla enseguida otra vez. Es extraño pensar sentado en este porche, metido en ese paisaje entre el mar y el monte, en las quejas sobre el clima de esta zona de España. Llueve sí, pero que lluvia tan mansa estos días, como acariciadora y delicada, que cae a ratos como pidiendo permiso y que parece hecha para propiciar el juego de los paraguas, que los caminantes abren y cierran a ratos, después de alargada la mano, para decidir la opción más conveniente. Así que el paseo se adorna también con este abrir y cerrar de alas de estos grandes pájaros negros. Sólo a ratos ha caído con más fuerza, como con enfado, tal vez molesta por el paso excesivamente cansino de los paseantes a los que decide azuzar.
Es un paisaje recogido y silencioso y una naturaleza rica y feraz, que ofrece frutos sin fin, propiciados por este verdor. Las barbas de los tres que contemplamos esta tarde, espléndida hoy en su delicadeza, se han rizado con la humedad, han crecido extraordinarias, ocultando corbatas, chalecos, camisas, y están a punto de florecer. El único sombrero se ha levantado como por encanto aupado en silencio por los bucles extraordinarios como las barbas que han poblado repentinos, al paso de la nube, el cráneo antes resplandeciente y pulido de su dueño.
Uno cae a veces en la tentación de desear que la vida fuera como esta tarde, un eterno café ante ese espléndido despliegue de la naturaleza. Pero sabe que no es posible y que además, no debe ser así. Y pronto volverán los días con sus trabajos y afanes. Y es entonces cuando las cuatro líneas que se escriben son el intento modesto de asir el tiempo que corre y la belleza que es fugaz. Nos queda, a los que en este día de Pascua hemos tenido la suerte de participar en la Misa de este primer domingo del año cristiano, el saber que las cosas tienen un sentido y que no todo es en vano.
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