Bien es verdad que algo de culpa tuvo Alcides en el primer batacazo. Hay que remontarse mucho en el tiempo para recordar como empezaron a torcerse las cosas. En aquella época, tocado de cretinez y pedantería, aspirante a las academias sin haber escrito una línea, crítico feroz de este país, a la manera de aquél amigo de Larra retratado en el famoso artículo, embrutecido por los millones que luego se llevaron Charo la Estrecha (omitiremos los nombres verdaderos) y Toñi la Socialista y que le daban un aplomo y una seguridad absolutamente carentes de todo apoyo sólido, por aquél entonces, Alcides era amigo de regalar libros que no había leído. Y como no leía ni el mapa del Metro pese a todos sus aires de grandeza, la cosa iba de oídas, cubiertas, encuadernaciones, solapas, introducciones, y culturales varios, cansinamente ojeados entre sarao y sarao. Y fue así como sucedió. De la forma más inesperada. Samaniego, el bueno de Felix Mari. ¿Que sabía Alcides, de Felix Mari? Algo de unas fábulas, a la manera de Esopo, don Juan Manuel, La Fontaine. No había leído a ninguno de los tres, ni tampoco las fábulas de Samaniego, ni las de Iriarte. Pero con todos estos nombres, con todo este bagaje la cosa pintaba bien. Y la edición era preciosa. Encuadernada en pasta española, título grabado… Perfecto, no había ni que ojearlo. Y la cena era a las nueve. Perfecto. Detalle navideño impecable. Así que ahí estaban todos, sus dos enormes cuñados, Eufrosino, nombre de tradición familiar heredado de generación en generación y Dimas, el sacerdote, sus suegros, la tía Juana, su cuñada Tere, solteras las dos y entregadas a la caridad, Juanín el pequeño, siempre enfundado en su esmoquin, del Viejo Club al Campo de Tiro, del Casino a la Gran Roca, de sarao en sarao mundano hasta la extenuación y compañero de sociedad de Alcides en aquella etapa, por ser además el preferido de Charo su mujer. Estaban además los amigos habituales de por aquél entonces, y dos sobrinitas, con el lazo sobre la frente. Alcides brilló como siempre en la cena, los chistes preparados, las pullas a los conocidos, los juegos de palabras, las frivolidades de siempre, absolutamente convencido de su gracia, de su ligereza, pero también de las profundidades del saber sobre el que creía firmemente asentado todo aquél cacareo, todo ese gracejo insustancial, compuesto en realidad por las más penosos lugares comunes y la eterna concatenación de falacias lógicas, todo envuelto y disimulado en su brillante verborrea ante un auditorio entregado y tan tarugo en el fondo como él. A los postres quiso rematar la faena adornándose con el regalo. Su suegro le apadrinaba en unos días para la adhesión a la última asociación cívica a la que le faltaba pertenecer y poco después le daría el empujón necesario para el ingreso en la cofradía nobiliaria de la hermandad de hijosdalgo de Vardulia y Villafranca de Pomar. Todo iba sobre ruedas, pues no merecía Alcides, de tan buena familia, nada menos. Sólo faltaría ya la academia de bellas artes o de bellas letras, que tanto monta y con cualquier pretexto, en unos años. Así que con una leve inclinación, y mientras se servía el café, le tendió el magnífico volumen a su ventrudo, miope y engolado suegro, gran admirador de una literatura absolutamente ignorada por poco frecuentada.
- Espero que te guste… Me ha costado encontrarlo, una rareza, pese a lo muy conocido que es Samaniego…
- Desde luego, desde luego. Mil gracias. ¡Qué detalle! El otro día en el suplemento de letras había alguna cosilla sobre él, pero iba con prisa, no tuve tiempo, con el lío que tengo, ya sabes. Algo sobre jardines creo.
- Seguramente, como buen ilustrado era muy cultivador de la botánica y aficionado a las plantas.
La frase la había soltado al vuelo Alcides. Una de sus extraordinarias frases. No decía nada, no era verdad ni mentira, inverificable, pero todos aplaudían al erudito, hasta Juanín y Eufrosino, las dos mulas. Eufrosino que heredaría los dos títulos con la grandeza, salvo que Charo que era la mayor se decidiera de una vez. Alcides iba haciendo su labor de zapa, al carajo las tradiciones, leñe, igualdad entre nosotros, igualdad.
- Oye que preciosidad – insistía don Basilio repasando el grueso tomo. Lo que no sabía es que hubiera escrito tantas fábulas. Con lo bonitas que son, para leer a los niños.
- Tan edificantes y sencillas además – añadía el pater.
- Sin tanta porquería como hay por todos lados, apostilló Eufrosino, el hereu.
- Pues no se hable más –brincó Charo entusiasta-. ¡Que nos lea una padre!- dijo, dándole una palmadita a don Basilio sobre el chaleco cruzado color marfil, que sujetaba la ventruda panza. La carnaza resonó como un gong, agitándose el reloj de oro y alguna de las medallas de congregaciones y obras pías de las que don Basi era fanático defensor.
- Eso, eso, abre al azar y lee la primera que se te presente, que es más bonito.
Don Basi abrió el tomazo pasada la mitad, se aclaró un poco la garganta y leyó con voz clara y fuerte:
“Reñía una casada a su marido
Porque no estaba bien favorecido
De la naturaleza,
Y a gritos le decía:
Fue grande picardía
que con tan chica pieza
pretendieras casarte y engañarme
puesto que no puedes contentarme…”
Se produjo en la concurrencia una leve zozobra, un principio de silencio incómodo. Don Basi, hombre de mundo al fin y al cabo, se apresuró a carraspear y, abriendo el libro un poco más lejos, a enmendar el chasco con una nueva lectura.
- A ver si damos con una de animales que son las más bonitas.
Mientras tanto Alcides había roto a sudar en frío. Algo raro, algo inesperado y terrible estaba sucediendo, se barruntaba. No podía ser. Había consultado por encima el principio del índice y todo eran ratones, conejos, hormigas, leones, la zorra, el lobo…y algo de un jardín, pero nada más. No podía ser.
Reanudó la lectura don Basi:
- Esto será bonito, la Peregrinación, veamos. Al azar:
“Quedaba un musulmán de bigotazos
que quitaba los virgos a porrazos,
engendrador a roso y a velloso
y eterno atacador del sexo hermoso.
Este, pues, embistió con la beata,
ella en sus movimientos se desata…”
- Ghghghg… ¡Fue el último sonido proferido por don Basi antes de quedarse mudo de ira!
Alcides empapado en sudor y demudado simulaba un feroz y brutal estornudo para interrumpir la lectura en el momento en que todas las miradas convergían hacia él, cargadas de ira y a don Basi se le resbalaba el libro abierto de las manos, sobre la mesa del café. Alcides con un brusco movimiento llegó a cerrarlo de un puntapié certero, atinando en la esquina de la cubierta que sobresalía de la mesita de marquetería. Y es que recordaba vagamente que se trataba de una edición ilustrada con unos grabados franceses, al menos en la parte de las fábulas. Con un poco de suerte tal vez no en la de… jardinería. Pero en ese momento, ¡Mariquita! la sobrinita, el repollín de grandes lazos sobre la cara de pan, exclamó:
- Mira Mami, están todos sin pijama….
¡¡No puede ser que tengan ustedes esta ordinariez llena de procacidades de portada!! ¡Hay niños en este mundo!
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