Se ha venido el atardecer de golpe y ya es casi de noche y la casa se ha como enfriado. Todo el día ha sido mortecino y gris, con el sol escondido como si no quisiera volver. Y no hace frío, pero hay una punta de humedad que no es de aquí. Humedad, cielo bajo y gris, como si casi todas las luces se hubieran apagado, y quedaran sólo algunas bombillas sin pantalla proyectando una luz tristísima. Se quita el sol y esto parece una tarde triste de París, de cuando llegamos con quince años, con mis padres, para vivir allí una corta temporada. No conocíamos entonces la ciudad y esa atmósfera húmeda, de cielo bajo y anochecer temprano se nos hizo cuesta arriba. Y ahora esta tarde tristona me lo recuerda, claro que, en cutre, sin el empaque de aquella ciudad. Esto de esta tarde es el gran Madrid, la expansión acelerada de los últimos cuarenta años. Aunque esta parte por la que paseo accidentalmente hoy es la mejor desarrollada, la parte pensada y rica, no deja de ser una zona impersonal, de burguesía media viviendo a la americana, en urbanizaciones con coches que van y vienen sin parar, niños a los que se lleva y se trae, autobuses de colegio, frenazos, bocinazos, paradas en doble fila, rotondas. Una señora con el inevitable perro. Otro perro cuya correa sujeta una chica que viste calcetín blanco y chanclas de goma, algo realmente feo. El perro es mucho más digno y elegante que ella. Árboles, cuatro tiendas, algún bar, de repente una calle con más solera, mejor pensada, un poco de urbanismo, y de nuevo el pueblito parcheado por el crecimiento con edificios de toda condición. Así es esto. Y no digo que esté mal, no del todo. Pero esta vida motorizada cansa a veces un poco.