domingo, 22 de diciembre de 2013

EL VENTRÍLOCUO

Sin fuerzas para casi nada, terminamos hace un rato Diario de una dama de provincias, de E.M. Delafield. Un pequeño libro encantador, como seguramente lo fuera su autora. Es una pequeña crónica de la vida doméstica, escrita con ese humor inglés, fino y contenido, hecho de ironía y paradojas que resulta a veces, durante un rato, agradable. Leemos con una sonrisa, discreta, apenas dibujada, la sucesión de agudas observaciones sobre la vida cotidiana. Desfilan los niños, los amigos de los niños, el marido silencioso y pétreo, el servicio, la demoiselle, el jardín, los bulbos de invierno, los animales, el té, lady B., las dificultades económicas, los menús, la amiga sofisticada, la vieja madre de otra amiga, el pastor, su mujer, la rifa, los juegos florales, una tarde de picnic, la condición femenina, algún conato de reivindicación. Muy bien. Lo que nos la hace más simpática es que publicara en su día varios de sus relatos en la revista Punch. La revista desapareció hace poco, pero han quedado con su nombre unos excelentes cigarros, capaces de tumbar a un elefante, que nos gustan mucho. Un poquito estragados, decidimos abrir para compensar, uno de los tometes de Gutiérrez Solana. Un acierto, todo un antídoto. Hoy toca El ventrílocuo. Podemos leer con gran satisfacción el siguiente párrafo:

“Uno de los autómatas es un viejo con la cara amarilla y las orejas grandes y desprendidas, envuelto en su batín verde; por su abertura se le ven los calzoncillos; su cabeza de microcéfalo está cubierta con un gorro blanco de dormir. El sillón en el que está sentado es de los llamados cagaderos, por tener en su asiento un agujero, debajo del cual hay un bacín.”

Luego sigue un diálogo extraordinario, maravilloso, entre doña Micaela, el Cotufas, don Hilario, tío Remigio y el ventrílocuo señor León.

Una muestra:

“El Cotufas.-Eso lo dirá por usted, tío Lanas, que se mete siempre en lo que no le importa y por eso esta señora está aquí sentada, para que yo la defienda. (Mirando a doña Micaela y dándola un codazo en el pecho, después de echarla una bocanada de humo del cigarro.) Estando yo aquí no tenga cuidado, señora.”[1]

Desde luego no hay color, nos quedamos con don Pepe, y más tranquilos nos vamos a la piltra. Mañana será otro día.


1 José Gutiérrez Solana, Madrid, escenas y costumbres, primera serie (1913)

domingo, 15 de diciembre de 2013

EL SUEÑO DE BERGAMOTA

De su costilla sacaba Dios a la mujer, pero, un momento, lleva una cinta en el pelo, mallas negras, y toda prieta se lanza a correr dando brinquitos.

El gran polígrafo había llegado tarde a casa, al terminar un día muy ajetreado, en el que había visto a demasiada gente, un día de diciembre helador, gélido. No se había quitado los guantes para manipular las llaves y había evitado cuidadosamente tocar el tirador de la puerta sin su protección. Una vez en casa, se había preparado una cena, con cierta rapidez y descuido, y ahora daba vueltas en la cama, en un sueño agitado. Quizá no debía haber cenado esa selección de lechugas regalo de Tato, o tal vez haya sido el cigarro. Entre semana y cansado no debía haber acabado el día con semejante trabuco. Por lo menos el destilado casero de macedonia de cereales, regalo del mismo, no lo había no catado.
Soñaba que España, soñaba que Europa occidental se había repentinamente poblado de cuarentones corriendo, de corredores cuarentones y corredoras cuarentonas (por la precisión Bergamota empezaba a intuir que se trataba de una pesadilla). Estaban por todos lados. Todos corrían, en masa, llenando calles a cualquier hora. Algunos comercios se habían adaptado y vendían corriendo por la calle empujando pequeños carros de mercancía. China fabricaba de nuevo los carros de dos ruedas y maridos exhaustos desplazaban así por las calles a imponentes suegras o madres de ciento cincuenta kilos, comentando luego con los amigos los tiempos de sus carreras con “hándicap”. La cosa es aprovechar cualquier ocasión para ponerse un poco a tono, chico.  Bergamota había caído al suelo ya dos veces, empujado por cuarentones frenéticos que además de tirarle le habían reprochado su aspecto poco atlético y algo relleno. La curva de la felicidad, la delicada pancita, la ligera tensión en la ropa, signo de su aprecio de los placeres de la buena mesa, eran un insulto. Corrían los cuarentones en masa, llenando las calles, corrían por correr, por reacción histérica frente a la evidente llegada de la primera vejez, de la incipiente decrepitud, en un culto contagioso a la diosa salud, en una huida hacia delante en el frenesí, en una forma de aislarse por unas horas de deberes, atenciones al prójimo, ruido, protegidos por el aurea de la diosa desnuda, joven de macizas y prietas carnes.
Alcides se revolvía en la cama. Había roto a sudar. Esto tiene que ser culpa de las lechugas alucinógenas de Tato. Otra vez he caído. O tal vez el cigarro. Demasiado cigarro, para mí que no corro, que no me cuido, ¡que no hago lo necesario para estar en forma! ¡Ahora mismo salgo a correr vestido de mayas, cintas, gomas, tejidos de última generación. Asomaba Tato que gritaba: yo la único goma que conozco es la que me pongo en la punta del…¡ Agggh! Bergamota se había despertado al empezar a correr, completamente alterado. Tumbado en la cama con los dos ojos abiertos tenía la sensación de que le dolían las rodillas. No puede ser. ¡Señor, que noche! Se levantó y en el cuarto de baño se lavó la cara con agua fría, mojándose las sienes y la nuca. Bebió un vaso de agua y se metió otra vez en la cama, girándose hacia el otro lado.
Pensó en la academia, en la Academia con mayúsculas. Platón había echado a correr, y le seguían sus discípulos a corta distancia, estaba en forma el tío. No podían oírse, algo oían sobre Sócrates, pues las palabras del filósofo llegaban entrecortadas, como deformadas después de rebotar en el aire, movidas por la carrera: si Sócrates hubiera estado en forma…
No había duda de que el sueño, la pesadilla continuaban, no querían soltarle. ¿Dónde había quedado el paseo? ¿No se había hecho occidente, no se había formado el mundo que él conocía en los largos paseos? ¿Por qué no paseaba ya nadie? Se volvió al oír la respiración entrecortada de una masa de cuarentones al trote, vestidos con una horrenda ropa deportiva, hasta los más paquidérmicos y ortopédicos corrían orgullosos, descoyuntándose. De repente como una sola voz todos gritaron extendiendo un brazo pero sin interrumpir su sucio trote de piara de cerdos azuzados por el matarife: ¡No tenemos tiempo! ¡No tenemos tiempo! Todos sudaban copiosamente y un olor ácido y repugnante impregnaba el ambiente, empezando a oírse también el ruido que hace la ropa húmeda al caer al suelo, chof, chof. Alcides se pegó a una pared, aterrorizado. Le miraban con odio. Iba vestido correctamente, con su príncipe de gales cruzado, buen zapato abotinado de fuertes cordones y punteras reforzadas de hierro, como una semi herradura con la que poder cocear a cualquiera de esos cabrones que quisiera acercarse más de la cuenta. El güito calado y la capa española sobre los hombres. Sólo la exhibición del grueso bastón de nudos evitaba que la masa de cuarentones se le echara encima para despedazarlo. Seguían desfilando al trote, infestando el aire y poblando el campo visual de Alcides de horror.
Así que no tienen tiempo. Ahora voy entendiendo. Alcides en su sueño se desdoblaba. Por eso los libros quedan abandonados en los anaqueles, cogiendo polvo, cuando no se tiran directamente, para dejar sitio a las copas y medallas que regalan los gimnasios a todos los cuarentones, con cualquier pretexto, como quien reparte droga. A la gorda que lo sigue siendo pero ahora está en forma y más fea; Al cerdo que gruñe igual que antes, pero ahora con más fuerza; A la pareja de bujarrones viejos, igual de asquerosos pero ahora con silueta; Al don Juan decrépito, reventará de un infarto copulando pero lo hará pensando que se conserva joven; A la vieja pelleja, al cumplir sus dos mil horas de carrera; A Fetuchini leal, que aunque lleva la calavera marcada en la cara desde hace dos años sigue haciendo carrera en cinta como un poseso… Alcides oía el silbido de la guadaña cortando el aire con vaivén regular, a buen ritmo. Esta sí que está en forma la tía. Nuevo temblor, brinco y vuelta en la cama hacia el otro lado. ¿Tendría fiebre?
Todos ellos se quejaban de no tener tiempo para leer y sin embargo trotaban sin parar, como ganado movido por un invisible vaquero. Algunos se tomaban todavía la molestia de explicarle las cosas a Alcides, me encanta leer pero no tengo tiempo, no puede ser verdad, que nivel, esta vida que llevamos, bueno te dejo que voy a entrenar un par de horas, que si no pierdo la forma, que al fin y al cabo la salud es lo esencial.
¡Hijo de puta! No se sabía de dónde había partido el grito. Así que ya no había tiempo. Habían intentado matarlo con una enciclopedia. El tomo primero había caído muy cerca, los demás le pillaron ya refugiado en un portal. Por cómo quedaban desechos, sonando al caer como bombas, los tiraban por lo menos desde un quinto y entre dos. Seguramente un matrimonio en chándal.
El polvo se amontonaba sobre los libros hasta que en otoño los sacaban a quemar en piras, junto con las hojas de los árboles. En casa de Fidelio Lentini Spotti aquella vitrina no tenía ya ningún libro y podía contemplarse, con cierta repugnancia, la colección de zapatillas de correr, los pares gastados y sudados durante horas sobre el asfalto gargajoso del barrio. El par de las mil horas, el par de la primera semi, el par de la primera maratón, el par de que cuando todo ese gigantesco grupo de horteras de bolera enriquecidos se habían traslado a Nueva York, para correr la carrera de allí –en la vitrina estaba el dorsal-, de la que tristemente habían vuelto intactos.
Así que con la desaparición del paseo y la lectura se desmoronaba occidente, sustituido por el pagano culto del in. Joguin, futin, estrechin, runín, foquin. Es que no tenemos tiempo, entiéndelo, le decía Casiana Morcilla que era una tiorra, mientras hacía flexiones a un ritmo que hubiera reventado al sargento de hierro. No te invito a hacer las cochinadas porque veo que no estás en forma le decía rijosa y sádica. Era extraño que pudieran hablar puesto que la burra de la Casiana además de ser un infecto putón era adicta a llevar siempre las orejas tapadas con unos auriculares de los que salían siempre las estridencias horribles de la música que escuchaba o de algún curso de inglés. Todos corrían como fantasmas, como habitantes de otra galaxia, con los hilos blancos que les habían nacido de las orejas y caían hasta la cintura dónde se perdían por entre la ropa. Boing, boing, una vez que Alcides andaba por la calle despistado, Casiana corriendo pasaba tan cerca de él que lo derribaba de un brutal tetazo en toda la geta.

No puede ser. ¡Qué noche Señor, que noche!

-     Padre quisiera confesarme.
-     Hombre eso está muy bien, pero veo que no viene preparado.
-     Perdone padre, pero no le entiendo. Le aseguro que he pensado bien todo lo que…
-     Calle hombre, le digo que viene sin zapatillas de correr.
-     Pero …
-     Pero de que guindo se cae usted hijo, ya Cristo en Palestina se mantenía en forma corriendo, si hijo sí. Ahora la confesión es corriendo y a buen ritmo, cuando baje de la hora para diez kilómetros me viene a ver otra vez, pero con el chándal y no olvide la botellita de agua.

Tuvo suerte el pater de que no hubiera botijo cerca, Bergamota se lo hubiera partido en la cabeza. ¡Lo que había salido de aquella boca! ¡Visiones de pesadilla! El Verbo encarnado se había arremangado la túnica y a buen ritmo corría por los caminos, seguido a corta distancia por los apóstoles formando un compacto pelotón. Parábolas y rezos al ritmo de la carrera, como una canción de soldados en el entrenamiento. El lavatorio de los pies –hay que saber entender los textos- había sido en realidad una sesión de friegas con linimento Sloan, después de una dura carrera y por supuesto, los años de la vida de Cristo, posteriores a su infancia y anteriores a su vida pública, los había dedicado el Mesías a … ponerse en forma. Tablas de ejercicio, flexiones, régimen hipocalórico y seguramente bicicleta estática y máquinas. ¿Pero qué dice padre? Calla, hombre, calla, descreído, la exégesis ha avanzado mucho.

Cuando pensaba que la cabeza le iba a estallar, cuando pensaba que se había vuelto definitivamente loco, era de día. Le habían despertado los golpes en la puerta. Por la forma de sacudir la aldaba no podía ser más que una persona. Al abrir apareció Tato con dos docenas de churros y un litro de chocolate, para ponerse a tono antes de ir a –Bergamota cerró los ojos apretándolos con un gesto de suprema tensión- antes de ir a pasear, hombre, que te pensabas.

jueves, 12 de diciembre de 2013

LA PESADILLA DEL POLIGÓN

Reconozcamos que no es siempre fácil recorrer a pie el poligón, con un frío helador y pringoso de humedad, entre los desmontes bordeados de espadañas que tapan el riachuelo de grueso vidrio. Reconozcamos que no es fácil llegar a la calle Gomet, entrar en una nave que está también helada, y sofocado por subir tres escalones, aposentarse en una sala impersonal, de paredes de madera contrachapada, sin ventanas, con vistas a ninguna parte y al cemento. No es fácil del todo, resoplando, apoyar la pancita sobre la mesa y con ojos de enajenado ponerse a comer sangüiches, tarteletas, montados, piczzas, sorbetes, escalibada, pastelillos, chapatas de sardinas, papando aire y alguna mosca fría que todavía aguanta, mientras un compañero que no es más que un mísero asalariado explica en un idioma incomprensible, que es mezcla de otros dos ya por separado mal hablados, su visión de algo que llama los negocios y, por supuesto, con la boca llena, atiborrada de gilipolleces, expele su explicación de España y de lo que en ella sucede. Como el animal no calla, el empleado de la pancita que ha entrado una mañana helada en la nave fría de la calle Profilactíc llena el mecánico agujero parlante del bocazas con una enorme piczza (dice piczza) doblada primero cuatro veces sobre sí misma. Mientras el animal deglute a base de saliva y calla por fin (salvo por un gutural y ligero murmullo de queja), el empleado barriga regüelda con violencia despeinando a la vendedora, encantadora y riquísima, que pone mala cara por el aire fétido; aunque en el fondo agradece que se haya hecho callar a ese que al hablar para no decir nada, utilizaba la palabra latinoamericano, ante la que todos, en este honrado poligón (que es polígono en otro idioma) palidecen y se espantan mesándose el cabello erizado, sin poder apenas contener un gemido de desesperación. Levantada por el huracán regoldero, por el aire flota, blanca, la nube de caspa que traía consigo, sobre los hombros de su traje arrugado, el extranjero. El hombre del dinero, la chistera y los mitones. Gracias a eso, a los mitones, puede volver a rascarse y reponer cargamento, para que siga nevando sobre sus hombros, mientras al empleadillo del regüeldo, verdadero Eolo, dios de los vientos, se le desorbitan los ojos ante el espectáculo y se rasca la pancita, redonda como una pelota, delantera, agresiva, que tensa la buena lana de su mejor jersey, pero que ya es tan viejo que las manchas no le salen. La contable loca da vueltas sobre sí misma, mientras el cónyuge sin firma se agita sobre la silla, de atrás avant. Has de entender, has de entender. El empleado de la pancita, recuerda aquellos globitos de cristal, con un paisaje blanco encerrado dentro, en el que nevaba al mover la esfera. Sin dudarlo, se hace con la fuente de cristal de la ensalada para convertir en paisaje cerrado la cabeza del extranjero puntiagudo, que grita y patea, agitando los faldones de su levita forrada, forrada de instrumentos de pago vencidos, caducados, de papel timbrado, copias simples, grandes sellos de la apostilla de La Haya y actas de juntas de comunidad. Encerrada su cabeza de mastodonte en el paisaje, no se oyen sus gritos jopúticos. Todos corren a su alrededor, bailan una sardaneta, y una jotica, que se joda este, y la más gorda levanta las faldas para enseñar la nalga gritando que no hay educación, mientras trota y emite los sonidos del Gran Gorrino. El señor director ha sacado una pistola nueve milímetros parabellum para disolver la reunión. Han sonado varios disparos, pero no preocuparse, todo es retroactivo y además el escrache es libre y con la ley de emprendedores haremos un canuto y nos fumaremos un gran porrete con la recaudación. Dando alaridos trotan por el descampado, van a patinar sobre el riachuelo helado, entre las espadañas, a ver si bajo la gorda revienta el hielo y se le moja el culo y se carcajea el hombre rico encerrado en el paisaje, con una risa muda. Dentro de la nave desierta empieza a helar.

lunes, 9 de diciembre de 2013

ARGIMIRO Y CALVINO DE LIPOSTHEY


La comida había empezado a la hora de siempre. La puntualidad era norma de la reunión y como en los toros, a la hora prevista se empezaba. Puesto que era habitual que algún comensal incauto se retrasara, uno de esos que piensa que lo fino es siempre llegar tarde, algún memo invitado por error que al llegar dejaba caer que era persona muy ocupada y por tanto importante, utilizando expresiones que la pequeña tertulia tenía vetadas, como que estaba hasta arriba, que tenía mucho lío, que perdonaran pero que el despacho exigía mucho, daban como tiempo de cortesía el aperitivo. Al último que había acudido resoplando e hinchado de importancia lo había sentado de culo Doroteo con un bufido:

-            Claro, claro, los demás no tenemos nada que hacer y por eso somos puntuales, haga el favor de no contarnos batallitas profesionales que no nos interesan nada. Tenga en cuenta que todos nos conocemos, que esto es una ciudad al fin y al cabo pequeña y que de camino le hemos visto salir del Hotel Picadero, sonriendo y silbando una tonadilla ligera. Si hubiera usted empezado por ahí le habríamos aguantado el retraso y hasta invitado a comer. Pero zalamerías hipócritas no.

Argimiro seguía la escena con los pelos de punta, aterrorizado por la reprimenda, espantado por el fondo del asunto, asombrado por el nombre del hotel. Calvino de Liposthey que tenía una paciencia infinita tuvo que explicarle que no, que ese no era el nombre del hotel, sino una forma discreta de identificarlo. Y en cuanto al resto, que quiere usted Argimiro, esta pobre humanidad es así, gula, envidia, orgullo, lujuria, pereza, codicia todos trotando de un lado a otro. En fin. Mírese a sí mismo que es a veces perezoso hasta en la lujuria. ¿Quién le ha contado qué? Calle, calle, atienda.

Se terminaron los aperitivos, sin que el convidado los catara apenas. Para compensar se le sirvió el vino en primer lugar, dándole así una segunda oportunidad. Con solemnidad levantó el vaso, miró a todos y pronunció un breve brindis -por esta tertulia de gruñones cornudos- que fue seguida de un estruendoso aplauso. Sólo Argimiro aplaudía con menos entusiasmo. El gran Bergamota, como era conocido, vivía su exilio provinciano en soledad, Doroteo era viudo, Tato soltero y Calvino de Liposthey formaba con su mujer una unión tan sólida y compenetrada que era imposible considerarle incluido en alusión alguna. Sólo Argimiro, tan inseguro él, se decía que tal vez… Bueno no.

La conversación siguió por los derroteros habituales, lo propio, lo ajeno, el chiste, la actualidad, hasta llegar a las grandes honduras a las que inevitablemente conducía la presencia grandiosa de Alcides Bergamota, quien en relativo silencio y con movimientos de ceja dirigía con mano diestra la tertulia, organizando turnos de palabra cuando el griterío sobrepasaba la normal.

-            Que poco me gustan las mujeres con los pies para adentro – dijo Tato.
-            Hombre, tampoco creo que a ellas les gusten mucho los tíos con el pie revirado – contestó Doroteo.
-            No, hombre no me refiero a un defecto, sino a la postura rebuscada, como forma de ser, de coqueta pose. Suele ser un pie calzado con alguna horrible zapatilla, ya sabe, redonda, gomosa, moderna, de colores, de cordón blanco de las que luego meten en la lavadora y ponen a secar sujetas con unas pinzas de plástico. Y lo dejo en el sentido de la vista sin pasar a los demás.
-            Sólo de pensarlo uno se marea.
-            Esa pose de los pies para adentro –continuaba Tato ya lanzado en su teoría- es un síntoma de filiforme ñoñez, una simulación de indefensa vulnerabilidad, que suele ir acompañada de poses intelectuales, la exhibición de algún libro espantoso asomando de los bolsillos de una trenca, alardes de independencia y mundo, tal vez algún idioma. Pero todo ello esconde irrefrenables ansias de procrear sin freno y de reinar con salvaje autoridad en las fronteras del imperio una vez conquistado.
-            ¿Pero de que está hablando? – preguntó Argimiro que no entendía nada y era padre de siete hijos.
-            Nada hombre, tranquilo, son tonterías. Pero usted escuche, hágale caso que a Tato le gusta recrearse.
-            Yo prefiero un modelo que pise recto, que enseñe la pantorrilla maciza, de cadera, taconeo y flor en el pelo, que se mueve con paso firme y de vez en cuando pegue un respingo gracioso.
-            Hombre Tato, sobre gustos no hay nada escrito, mire usted, de toda hay en este mundo y no hace falta ser dogmático en estos temas que tocan las fibras más personales – era Fidelio Lentini Spotti, siempre político, que vivía subyugado por una coleccionista de zapatillas para lavadora.
-            De ninguna manera Lentini, yo no transijo, yo no compongo, y además, ahora mismo, para no partirles la cara y quedarme a gusto, ¡voy a bailar un taran tantán, encima del güito!

Mientras Tato se levantaba para tirar a continuación el güito sobre la mesa, en un susurro Argimiro se dirigía a Calvino, para hacer la enésima pregunta.

-            Oiga Calvino, ¿eso del güito que es?
-            El sombrero hombre, el sombrero hongo, ¿es que se ha vuelto usted gilipollas?
-            Oiga sin faltar… ¿Pero cómo va a bailar encima?
-            Porque lo tiene blindado claro, por las cachiporras ya sabe. En estos tiempos de registradores de la propiedad en la presidencia del gobierno en cualquier momento le sacuden a uno por la espalda.

Tato subido a la mesa dio un brinquito sobre el güito y entre aplausos y olés empezó un taconeo frenético, acompañado por la guitarra de Doroteo, que dejando por una vez a un lado las delicadezas del Cancionero de Palacio, rasgaba la guitarra a pleno sentimiento, con los ojillos entrecerrados y el ceño fruncido pero sin olvidar de tirar del cigarro que tenía sujeto en la comisura de los labios. Tato se abrió la chaqueta y con gracia sin igual, en inverosímil equilibrio sobre su güito blindado, chasqueaba los dedos de sus manos regordetas mientras los brazos subían y bajaban con lentitud graciosa y sentimiento, unas veces; con garbo y fuerza otras, cruzándose por la espalda. Palmas y olés, un que se joda al que no le guste y algún ¡ea! formaban la más extraordinaria ritmada y cadenciosa algarabía que imaginarse pueda. Aquello culminó cuando Tato, convertido en flamenca peonza, cesó de repente todo movimiento, dio a continuación un brinquito que movió con gracia sin igual su cuerpo de rechoncha firmeza y sobre sus pequeños botines se puso a remedar los saltitos de tensa emoción, aquellos de Julio Aparicio al rematar una tanda con la muleta a aquél toro de Alcurrucén, aquella tarde de San Isidro. Bergamota embargado por la emoción decía en tono pausado:

-            ¡Cumbre has estado cumbre, Tato.

La noche estaba helada y seca, el frío invitaba a caminar con ritmo, con el cuello de los abrigos levantado. Calvino de Liposthey se había ofrecido a acompañar a Argimiro hasta la puerta de su casa, e incluso a esperar unos minutos por si se la encontraba cerrada, por castigo de la Merche. Argimiro seguía asombrado por lo que había presenciado, y su verborrea de preguntas no cesaba, poniendo verdaderamente a prueba la infinita paciencia de Calvino. Oiga Calvino, pero no entiendo, si ninguno es andaluz. Argimiro, no deje que las demarcaciones administrativas le pongan un velo ante los ojos. Y además Argimiro, si no fuera por el riesgo de colapsar a estas horas tardías su mente inocente le contestaría con la boutade de que Andalucía, lo que usted entiende por Andalucía no existe. Pero le diré otra cosa, joven, espabile hombre, espabile, que a veces parece usted tonto de capirote.

viernes, 29 de noviembre de 2013

BARTOLO GALLARDETE. AVISO A LOS QUE HURTAN LIBROS.

Frente a los robalibros y frente a los robaperas de toda condición, el cepogordismo hace suyo e incorpora a su acervo y canon los versos satíricos de don Serafín, sin dudarlo y para siempre. Ahí van.

A don Bartolo Gallardete

Caco, cuco, faquín, bibliopirata,
tenaza de los libros, chuzo, púa
de papeles, aparte lo ganzúa,
hurón, carcoma, polilleja, rata.
Uñilargo, garduño, garrapata,
para sacar los libros cabría, grúa,
Argel de bibliotecas, gran falúa
armada en corso, haciendo cala y cata.
Empapas un archivo en la bragueta,
un Simancas te cabe en el bolsillo,
te pones por corbata una maleta.
Juegas del dos, del cinco y por tresillo;
y al fin te beberás como una sopa,
llenas de libros, África y Europa.

*
*          *

No es que la víctima nos caiga mal del todo. No puede caernos mal alguien a quien se describe como de "carácter áspero y sarcástico y aficionado a los panfletos insultantes". Ya citaremos las fuentes de todo esto más adelante, que ahora no nos da la gana.

LECTURA

“Alberto fue contentísimo al internado, como siempre. Cuando venía de vacaciones a casa contaba que el día que comían tortilla de pronto sonaba la campanilla y a continuación entraba el director en el comedor diciendo: Advierto que la tortilla no se corta con el cuchillo. Después volvía a sonar la campanilla y el director desaparecía.”
Natalia Ginzburg, Léxico familiar.

En España el director hubiera añadido que tampoco el huevo frito. Si no han leído este libro maravilloso no se lo pierdan. Es una demonstración más de que la gran literatura, la más grande, puede ser hermosa y alegre y puede ver en la vida muchas cosas, muchas cosas hermosas y alegres que forman también parte de ella. Así el escritor siniestro viene a ser alguien que se entrega a la facilidad.

Otro ejemplo es el gran escocés Stevenson. Que Stevenson es un gran escritor, un gran narrador es obvio. Lo confirma el cuento leído ayer, el Tesoro de Franchard, en el que se ve como el maestro es capaz de describir la felicidad. Algo reservado a los más grandes. Stevenson en una carta a Henry James del 17 de junio de 1893: “No me gusta pensar en la vida sin el vino tinto en la mesa y sin el tabaco con su encantadora brasa encendida”. De los textos de Stevenson sobresalen varias cosas en común a todos ellos: la agilidad en el contar, la belleza en la forma siempre y en el argumento o en alguno de sus personajes, la ausencia de pretensiones y de artificio y la economía. Nos libera, nos perdona esas cientos a veces miles de páginas inútiles que no cuentan nada, con la que tantas veces se rellena el vacío. Lo mismo sucede con el cine y las famosas series tan de moda, horas y horas de metraje inútil. Entre nosotros, así de pronto pensemos en Cervantes, dónde la frescura, la belleza, la humanidad en su grandeza están tan presentes. Y si queremos, tal vez paradójicamente, el extraordinario Gutierrez Solana, capaz de lo mismo que extrae de lo más bajo, de lo más terrible de nuestra condición, con una visión impregnada hasta el tuétano de una amor al prójimo de raíz indudablemente católica y española, que no está reñida con su feroz anticlericalismo, paradoja en la paradoja. Pues eso.

jueves, 28 de noviembre de 2013

CAGANER DE LA VIRGEN DE MONTSERRAT. UNA OFENSA INTOLERABLE

Traigo ante ustedes un lamentable ejemplo de hasta dónde puede llegar una sociedad  en la que el hombre  no se respeta a si mismo y por tanto acaba no respetando la fe y Religión de los demás. 

Una familia de artesanos catalanes, propietarios del "Racó del Caganer" ubicado en Torroella de Montrí en Gerona (calle de Francesc Macià, no me extraña) que venden sus productos bajo la marca "Caganer" han lanzado al mercado una de esas figurillas de humor marrón que representa, ni más ni menos que a la Virgen de Montserrat.

No creo que resulte necesario explicar el porqué la "creación" de los señores de Caganer constituye una ofensa inaceptable a la Santísima e Inmaculada Virgen, a la Iglesia Católica y muy especialmente a todos los católicos españoles, en particular a los catalanes que sienten gran devoción por su madre "la Moreneta". 

Copio una imagen que se explica por sí misma.  



                                                  
                                                             La "creación" de la empresa familiar Caganer



                                           Quienes somos Caganer     
                                              Los responsables del invento según aparecen en su página web

Según publican algunos diarios en la red una asociación católica va a interponer una querella contra la empresa de Gerona. Espero que la comunidad de la Abadía de Montserrat y el Obispo de la Diócesis Mons.Martínez Sistach se unan a la querella de inmediato.

Este tipo de "gracietas" propias del "espíritu emprendedor" y "con buen humor" tienen una transcendencia muy superior a la que a menudo se les atribuye.

No sólo constituyen una ofensa a lo sagrado sino que contribuyen a consolidar la falsa imagen del "todo vale" que acaba en una permisividad blandengue dónde se puede insultar a todo y a todos como si fuera lo mismo la Santísima Virgen que una fulana coplera, o un decente monje agustino que un futbolista cazado en un puticlub.

Ya verán ustedes como estos "honrados artesanos" de Gerona no hacen una figurilla en la que aparezca ninguna referencia al Islam.

Contra estas "gracietas" no cabe la tolerancia. Suerte tienen que pasada ya una década del siglo XXI apenas queden elementos del Tercio de Montserrat con vida, si no se iban a enterar de lo que es ofender a una madre.

Llamo desde aquí a todos los que ofenda esta noticia, que no compren en ningún establecimiento, puesto o lugar dónde se comercialicen los infaustos caganers. Lo siento por los comerciantes y belenistas pero así aprenderán a respetar las creencias de los demás y por su propio interés dejarán de distribuir los productos de esa lamentable familia que por desgracia lo único que deben entender es "de la pela".

Sanglier.