Pasó septiembre sin darnos cuenta. Las playas vacías y los paseos apenas transitados por parejas de ancianos y algún rezagado, como yo, que aguarda bajo las palmeras lo que la jornada quiera darle. Trato de reponer fuerzas. Estoy sentado en un banco frente al Mediterráneo, acabo de encender un Punch que me regaló ayer el cónsul honorario de una extraña república del éste cuya existencia desconocía. La situación en casa de tía Beatrice se ha vuelto insoportable. El verano transcurría maravillosamente, acababa de recibir una nueva remesa de cigarros y un cajón de libros cuando al regresar de un paseo matutino encontré sobre la bandeja del hall la terrible misiva.
Mi estado de nervios es tal que no soy capaz de decirte si la ligadura proviene del hoyo de Monterrey o de otra vega, cuando uno no es capaz de distinguir ni lo que fuma es síntoma inequívoco de que la cosa anda mal, muy mal, así que decido regresar a casa y tomar la pluma para ponerte unas líneas con el somero relato de mis desdichas.
Todo comenzó a principios de mes.
La carta del cabinet Lafleur-Ponsardin-Jaqcuet-Vannon, los abogados de tía Beatrice, informa en su prosa escueta per no carente de elegancia que gracias a la decisión del nuevo gobierno del horrible Hollande su próxima liquidación fiscal puede alcanzar una cifra superior al millón largo de euros. Tras la estupefacción inicial se convocó una reunión de emergencia. Las dos tazas de Earl Grey no hicieron efecto, tampoco la copita de chartreuse, ni la de oporto ni tan siquiera las pastillas de menta que mezcladas con todo lo anterior y un nuevo vistazo a la carta sumieron a tía Beatrice en una suerte de sopor que nos obligó a dejarla en cama durante cuarenta y ocho horas.
Han sido jornadas de teléfono y comidas a base de cold cuts y ensalada de frutas. Un latazo. Tía Beatrice ha llamado a todas sus amistades. Paris, la Turena, el Lemosín, Biarritz, Aix les Bains, Avignon, ¡nada que hacer! El horrible Holland va en serio y muchos amigos comienzan a tomar el camino de Londres, Bruselas, Luxemburgo, un horror ¿a quién se le ocurre que se pueda vivir en Luxemburgo dónde no caben ni dos campos de golf y uno de polo?
La tía Beatrice me ha tomado tal afecto que hablamos de España. Marguerite frunce el ceño y yo pongo los ojos en blanco, o al revés, ya no me acuerdo.
De España nada, le digo. Ya lo dijo el sobrino de Pepón Leguineche, a España no se puede ir ni a heredar, y ahora con Rajoy y sus sicarios con gafas de colorines menos aún. En España sólo se puede vivir bien con el dinero fuera y los bienes registrados a nombre de sociedades. Un papeleo infame y confiar en un despacho de los que minutan una barbaridad, no es plan.
Ha llegado octubre y seguimos sin solución. Desde que llegó la carta, Marguerite ha perdido peso y su piel dorada (una mujer realmente elegante nunca se tuesta como un maní salado) no tiene la tersura de hace unos días.
Ayer intervino Hugo, el primo de tía Beatrice que lleva las bodegas.
Llegó temprano en un Jaguar verde oliva del año de Maricastaña. Entró en el comedor de diario dónde solemos tomar el desayuno y tras una breve inclinación de cabeza dirigida hacia mi persona y un fugaz beso en la mejilla de su prima se sentó a la mesa y sin mediar palabra se zampó piano ma non troppo una tortilla (francesa, obviamente) de dos huevos, una salchicha alemana de ternera, tres riñones a la plancha, dos tomates pochées y una tostada con jalea de ruibarbo todo ello regado con medio litro de zumo de naranja y varias tazas de Lyon’s breakfast tea.
Hugo, hombre sin piedad cuando se trata de contar y repartir euros, se sentó en la butaca junto a la ventana que se abre sobre el jardín japonés y tras encender su Chacom cebada con una generosa ración de Old Dublin (no sé por qué pero lo irlandés gusta mucho en esta familia) y al tiempo que lanzaba anillos y nubes a las cuatro esquinas del salón, comenzó a explicar con el tono monocorde de quien dicta una lección el plan de acción que iba a permitir a tía Beatrice sacudirse el yugo hollandiano sin verse forzada a emigrar.
A medida que el dictado avanzaba y la densidad del humo aumentaba, las sienes de nuestra querida tía comenzaban a latir con tal fuerza que Marguerite no podía dejar de fijar su vista, hipnotizada por un fenómeno cuasi paranormal. Yo por mi parte trataba de recordar pasajes felices de mi anterior existencia, arias de ópera, retruécanos de Jardiel Poncela y tuve que recurrir a la muy socorrida tonadilla de Mary had a little lamb como único modo de calmar los nervios.
Las previsiones de Hugo resultaban catastróficas. El patrimonio de tía Beatrice quedaba fraccionado en pedazos ínfimos repartidos en una maraña de sociedades afincadas en los lugares más pintorescos. Las palabras Singapur, Dubai, Bakú y Hong Kong resonaban en nuestros oídos como el canto de un empleado de Thomas Cook enloquecido. Las rentas no podían cobrarse como antaño, las cuentas del Lloyds congeladas y los fondos de Rothschild y Lazard volarían mas allá hacia un ignoto universo de fibra óptica y bytes, una nube de dinero digital cuya ubicación ningún geógrafo conoce.
Hugo marchó como había llegado, a bordo de su coupé oliva y como única concesión a la harmonía familiar alzo la mano como si nos estuviera brindando un toro, o mejor dicho, rematando la cornada que acababa de partir en dos la apacible estancia veraniega.
Desde aquella fatídica visita Beatrice está en cama y Marguerite a su lado. Al caer la tarde, Marguerite cansada y ojerosa viene a reunirse conmigo bajo el magnolio y apoya su cabeza de oro sobre mi hombro, en silencio. Desde hace poco ha desarrollado la costumbre de acariciarme los dedos, uno a uno, desde la yema hasta la palma como si estuviera haciendo una cuenta extraña de nuestros amores o de los infortunios familiares.
Debo dejarte porqué escuchó a lo lejos un estruendo familiar, un bulle-bulle de telas y equipajes, me da la sensación de que tía Beatrice ha despertado de su letargo y nos preparamos para marchar, adónde y cuándo no se decirte, espero poder escribirte pronto.
Tuyo, siempre.
S.