viernes, 29 de junio de 2012

ANTERO DE QUENTAL


Antero Tarquínio de Quental. En vano hemos buscado en casa el libro de sus sonetos que compramos hace un par de años. Probablemente lo prestáramos. Tal vez a Tato, tal vez a Doroteo. ¿Pero que pueden hacer Tato o Doroteo con los sonetos de Antero de Quental? Me los imagino, zampándose el bocadillo de chorizo, sujeto con la izquierda, mientras con la derecha tienen en alto el libro de Antero, y bizquean al concentrarse para penetrar en su poesía. Portugués insular, nacido en las Azores, a dónde regreso para morir, pegándose dos tiros; amigo de Eça de Queiroz, de Oliveira Martins, duelista, poeta, pensador, político, minado por una enfermedad incurable que llegó con las rentas que le legó su padre, fundador del Cenáculo e inspirador de las conferencias del Casino de Lisboa, viajero, barbudo, probable fumador de buen tabaco. Conocemos mal su obra, hemos perdido su libro de sonetos, tal vez prestado a alguna dama delicada, que señala las páginas con las que se emociona intercalando aterciopelados pétalos de rosa roja; tal vez robado por aquella gorda que trotó una tarde por casa, que lo utiliza en estos momentos de tope para la puerta de su cuarto de baño. ¡Que se mueva el aire y le haga cosquillas mientras retoza en el agua, cocida por el calor, dando palmas de foca bigotuda!

Así que conocemos mal su obra pero nos gusta este soneto, hermoso, delicado, amoroso y optimista, cantado por Camané, con música de fado:

María II

Nova luz, que me rasga dentro d'alma,
Dum desejo melhor me veste a vida...
Outra fada celeste agora leva
Minha débil ventura adormecida.
Outra fada celeste agora leva
Minha débil ventura adormecida.

Não sei que novos horizontes vejo...
Que pura e grande luz inunda a esfera...
Quem, nuvens deste inverno, nesse espaço,
Em flores vos mudou de primavera?!
Quem, nuvens deste inverno, nesse espaço,
Em flores vos mudou de primavera?!

Se as noites nos enviam mais segredos,
Ao sacudir seus vaporosos mantos,
Se desprendem do seio mais suspiros...
É que dizem teu nome nos seus cantos.
Se desprendem do seio mais suspiros...
É que dizem teu nome nos seus cantos.

Nem eu sei se houve amor até este dia...
Nem eu sei se dormi até esta hora...
Mas, quando me roçou o teu vestido,
Abri o meu olhar - acordo agora!
Mas, quando me roçou o teu vestido,
Abri o meu olhar - acordo agora!

Antero de Quental

CALOR Y MAIGRET


La llegada del calor, los sofocos, julio a la puerta con su aliento cazallero, de fuego azul y rojo, todo lo trastoca. Cualquier otro acontecimiento añadido a las perturbaciones propias del calor sume al cepogordista en el desconcierto, incapaz de otra cosa que no sea chupar del cigarro, para zafarse de piscinas, actividades, fútbol, reuniones, celebraciones, entusiasmos, planes, vacaciones. El más grande cigarro, la mayor humareda, la nube más densa. El primer libro que Georges Simenon publicó de las aventuras del comisario Maigret se llama Monsieur Gallet, décéde. Podría traducirse como Ha palmado el viejo. Lo escribió Simenon en 1930 y lo publicó la editorial Fayard en 1931, con el título La chasse à l’ombre. Lo que podría traducirse como Cazando en pelota. En este primer episodio Maigret lleva sombrero hongo (es decir, si no me equivoco, un bombín) y cuello duro que se le deshace con el calor. La acción transcurre, precisamente, a finales de un mes de junio, a treinta y muchos grados, y el comisario, para no deshacerse, se ve obligado a tomar el aperitivo, una y otra vez. Uno de los personajes deja que se caliente su Armagnac, manteniendo la copa de balón dentro de la palma de la mano, cerrada alrededor, como debe hacerse. Ni que decir tiene que no es necesario ahora, en junio en España, hacer nada con el brandy para que se ponga a temperatura adecuada. Entran por la nariz y se mezclan con el cigarro infinidad de sensaciones exacerbadas por el calor, hasta que el cepogordista cae de rodillas al borde del desmayo. Quede claro que Simenon es mucho más que la escena de un personaje bebiendo una copa de Armagnac bien descrita. Aunque ser sólo eso ya sería ser mucho. Lo decimos porque hay en la prosa de Sime, permítasenos este apelativo familiar, la más precisa, sutil y delicada descripción de toda una Francia y de toda una época. Su talento para captar con pinceladas breves el campo, un pueblo, los barrios de París, una tarde de calor, o las gabarras remontando los canales del Sena, remolcadas por inmensos percherones avanzando lentamente por el camino de sirga es deslumbrante. Y Maigret tiene un aliciente adicional, y no menor. Gracias a la investigación policíaca, por una parte, y a la naturaleza del personaje por otra, carente de maldad o de retorcimiento, parisino de padres de pueblo provinciano, feliz y pacíficamente casado con Madame Maigret, observador de la naturaleza humana, los libros que recogen sus aventuras carecen de la deprimente y desoladora sordidez de otros títulos en los que Maigret no aparece. Como pueden ser, por ejemplo: Oncle Charles s’est enfermé; Le rapport du gendarme; Faubourg o Le cheval blanc. La simple evocación de estos títulos le pone al cepogordista los pelos de punta.

De política no hablaremos, aunque casi caemos en la tentación al ojear La casa de Lúculo, de Julio Camba, y ver que uno de las capítulos se titula El cochino y su familia. Hay en la política española varios cochinos, pero lo que es más grave, tienen cada uno una familia inmensa. Cientos, miles de cerdas y lechones trotan, hozan y gruñen, escarban por dónde haya cosa alguna que llevarse a la boca. Cualquiera les mete ahora en vereda. No hay en estos momentos en España porquero capaz de dominar semejante piara. Confiamos en que no tarde en aparecer.

Por cierto, Maigret, como su creador, fuman una pipa magnífica. ¡Fuman! Simenon, además, viste pajarita. Habrá que volver sobre este asunto de la corbata.

lunes, 18 de junio de 2012

THE SEARCHERS


Los cines Verdi proyectan en Madrid la película Centauros del Desierto. Verla en pantalla grande es una de las cosas más extraordinarias que el cine puede regalar, por decirlo de alguna manera. Ya me entienden ustedes. 






miércoles, 13 de junio de 2012

UN MAL FUMEQUE.


Para esa famosa historia española del cigarro puro, en proyecto, que sería réplica y alternativa a esos libros que consiguen la gesta de escribir sobre habanos sin mentar a España, citando casi en exclusiva a personajes y fumadores anglosajones, este pasaje extraordinario del extraordinario Galdós.
Describe con su genialidad sencilla, como disimulada, los efectos terribles de fumar en ayunas un mal puro. Decimos que en ayunas, aunque al principio del texto se habla de que el protagonista ha comido. Es un decir. La descripción del puro es terrorífica (… el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices…), la de sus efectos hasta el desmayo no lo es menos. En fin, alabar a estas alturas a Galdós es un poco de Perogrullo. Quizá no lo sea recomendar su lectura, porque cada página es un descubrimiento. Del doctor Centeno, desconocíamos hasta hace poco incluso su existencia, y ha sido toda una sorpresa.
Aquí va el texto:
Después de comer como los señores, piensa mi hombre que fumarse ricamente un puro es cosa también muy conforme con el señorío. ¡Lástima no tener fósforos de velita para echar al viento la llama y encender, a estilo de caballero, en el hueco de la mano! El héroe coge el cigarro, lo examina sonriendo, le da vueltas, observa la rígida consistencia de las venas de su capa, admira su dureza, el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices como piel de veterano. Parece, por partes, un pedazo de cobre oxidado, y por partes longaniza hecha con distintas sustancias y despojos vegetales. ¡Y cómo pesa! El héroe lo balancea en la mano. Es soberbia pieza de a tres... ¡Fuego!
Un papelillo entero de misto se consume en la empresa incendiaria; pero al fin el héroe tiene el gusto de ver quemada y humeante la cola del monstruo. Este se defiende con ferocidad de las quijadas, que remedan los fuelles de Vulcano. Lucha desesperada, horrible, titánica. El fuego, penetrando por los huecos de la apretada tripa, abre largas minas y galerías, por donde el aire se escapa con imponentes bufidos. Otras partes del monstruo, carbonizadas lentamente, se retuercen, se esparrancan, se dividen en cortecillas foliáceas. Durísima vena negra se defiende de la combustión y asoma fiera por entre tantas cenizas y lavas... Pero el intrépido fumador no se acobarda y sus quijadas sudan, pero no se rinden. ¡Plaf! Allá te va una nube parda, asfixiante, cargada de mortíferos gases. Al insecto que coge me le deja en el sitio. Síguele otra que el héroe despide hacia el cielo como la humareda de un volcán; otra que manda con fuerza hacia el Este. El ocaso, el cierzo son infestados después. ¡Con qué viril orgullo mira el valiente las espirales que se retuercen en el aire limpio! Luego le cautiva y embelesa el fondo de país suburbano que se extiende ante su vista, el cual comprende el Hospital, la Estación, fábricas y talleres remotos y por fin los áridos oteros de los términos de Getafe y Leganés. No lejos de las últimas construcciones se nota algo que brilla a trechos entre los pelados chopos, como pedazos de un espejillo que se acaba de romper en las manos de cualquier ninfa ribereña. Es el río que debe su celebridad a su pequeñez, y su existencia a una lágrima que derramó sin duda San Isidro al saber que estos arenales iban a ser Corte y cabeza de las Españas. El héroe mira todo con alegría, y después escupe.
Contempla la mole del Hospital. ¡Vaya que es grandote! La Estación se ve como un gran juguete de trenes de los que hay en los bazares para uso de los niños ricos. Los polvorosos muelles parece que no tienen término. Las negras máquinas maniobran sin cesar, trayendo y llevando largos rosarios de coches verdes con números dorados. Sale un tren. ¿A dónde irá? Puede que a la Rusia o al mesmo Santander... ¡Qué tié que ver esto con la estación de Villamojada! Allá va echando demonios por aquella encañada... Sin ponderancia, esto parece la gloria eterna. ¡Válgate Dios, Madrid! ¡Qué risa!... Al héroe lo entra una risa franca y ruidosa, y después vuelve a escupir.
¿Pues y la casona grande que está allí arriba con aquella rueda de colunas?... ¡Ah!, ya, ya lo sabe. Paquito el ciego se lo ha dicho. Ya se va destruyendo. ¡Sabe más cosas...! En aquella casa se ponen los que cuentan las estrellas y desaminan el sol para saber esto de los días que corren y si hay truenos y agua por arriba... Paquito lo ha dicho también que tienen aquellos señores unas antiparras tan grandes como cañones, con las cuales... Otra salivita.
¿Pero qué pasa? ¿Los orbes se desquician y ruedan sin concierto? El Hospital empieza a tambalearse, y por fin da graciosas volteretas poniendo las tejas en el suelo y echando al aire los cimientos descalzos. La Estación y sus máquinas se echan a volar, y el río salpica sus charcos por el cielo. Este se cae como un telón al que se le rompen las cuerdas, y el Observatorio se le pone por montera a nuestro sabio fumador, que siente malestar indecible, dolor agudísimo en las sienes, náuseas, desvanecimiento, repugnancia... El monstruo, vencedor y no quemado por entero, cae de sus manos; quiere el otro dominarse, lucha con su mal, se levanta, da vueltas, cae atontado, pierde el color, el conocimiento, y rueda al fin como cuerpo muerto por rápida pendiente como de tres varas, hasta dar en un hoyo.
Benito Pérez Galdós
El doctor Centeno

martes, 12 de junio de 2012

TOROS


A continuación el texto de Andrés Amorós haciendo balance de San Isidro 2012. El balance lo hace un crítico que es todo mesura, pero que bajo su aparente falta de mordacidad, no ha perdido la capacidad de ver y de analizar. En medios oficiales creo que es el único y esto le honra. Modestia aparte, mucho de lo que dice viene a coincidir con algunas cosas ya comentadas en la extraordinaria gacetilla Cepo Gordo en su número de marzo del 2010. Reproduciremos en la entrada siguiente el artículo que en su día Tato no firmó porque no quiso y que se refería a estas cuestiones, ¡ya entonces![1]. La clave de la decadencia de la Fiesta, una de las principales al menos, está en la pésima calidad de la afición que asiste a un espectáculo sin saber nada y por lo tanto sin entender nada ni preguntarse por lo que ve, buscando extasiarse ante no se sabe que pasmo artístico, tan paleta y cursi como la horrible carpa Hemingway instalada delante de la plaza de las Ventas, que con palabras de Galdós viene a ser el “alcázar de la grosería”, con un vehículo marca Porsche presidiendo. Y la gente se aburre claro, porque busca figuras cuando en España, hoy, figuras del toreo no hay, y va a los toros, sin saber una palabra de lo que es un toro, sin saber ni siquiera que toros se lidiarán en la tarde para la que lleva el billete en el bolsillo, a que encaste pertenecen, como deberían comportarse, que dificultades presentan, etc. Acuden a los toros como quien abre un grueso tomo de literatura sin saber leer. Tiene que producirse un milagro para que salga bien la cosa. Les han dicho que ante el tomazo hay que extasiarse si el torero se estira mucho, en plan lago de los cisnes y esto es lo que esperan para caer rendidos. En fin, no repitamos el artículo de don Andrés que viene a continuación y es más moderado.

Tato

La decadencia de la casta brava, por Andrés Amorós
(ABC Digital 10 de junio del 2012).

En esta España nuestra, tan dividida, pocas cuestiones suscitan tanta unanimidad como ésta: la Feria de San Isidro ha sido mala. En este punto, no hay derechas ni izquierdas, «progres» ni «carcas», del Madrid o del Barcelona. Todos, de acuerdo.
En un terreno en el que las pasiones son tan extremadas, intentemos señalar las causas del pesimismo.

La bravura, a la baja
La decadencia de la casta es la madre del cordero, la raíz de todos los problemas. Los que acuden ocasionalmente a la Plaza preguntan, ingenuamente: ¿por qué se eligen estos toros, que impiden el triunfo? Se resume en una cadena muy clara: el número de aficionados cada vez es menor. (La sociedad española se ha hecho urbana, ha perdido la conexión con el campo, con la realidad del toro bravo). Consecuencia: los espectadores sólo acuden a las corridas en las Ferias, por el factor social que eso supone. (Fuera de Feria, son una ruina). Compran su entrada, la mayoría, sin saber qué toros se van a lidiar, atraídos sólo por los nombres de algunos diestros.

Mandan los toreros
Esos toreros exigen elegir la ganadería que van a torear. Buscan, lógicamente, el que propicie su triunfo. Pero eso ha derivado en la comodidad: un tipo de toro que no moleste demasiado; que, si sale bueno, facilite el éxito; y, si sale malo, no cree muchos problemas... Por su parte, los ganaderos necesitan vender sus productos, cuya crianza les ha supuesto un gasto importante; si no, se arruinarían... Y los empresarios compran los toros que los toreros quieren, para que accedan a torear en una Plaza incómoda, para ellos, como es Las Ventas... El círculo se ha cerrado. No mandan en la Fiesta los ganaderos ni los empresarios sino los toreros famosos; o, mejor, sus apoderados.
Una anécdota lo puede resumir. En Sevilla, en una conferencia, hice un canto a «Bastonito», de Baltasar Ibán: un toro bravo, fiero, que creó dificultades y consagró a César Rincón. Un ilustre ganadero me contestó: «Si le sale otro tan bravo como “Bastonito”, el ganadero tendrá que mandar al matadero toda su ganadería». Yo me limité a apostillar: «Así estamos..» Y así seguimos.

Selección del toro artista
La decadencia general de la casta brava es un hecho indudable y lamentable. Desde hace años, se ha seguido un camino equivocado: buscar el toro suave, dócil, manejable, en vez del bravo, fiero, poderoso, que ha sido siempre la base de esta Fiesta, lo que le da su grandeza heroica. ¿Cómo se consigue esto? Naturalmente, con la selección de las vacas y los sementales que pueden ir en esta línea.
El lenguaje no es inocente, revela una mentalidad. Ha sido nefasta la expresión del «toro artista»: el único artista es el diestro, que somete, domina, a un animal arrogante, feroz, y, con este material tan peligroso, es capaz de crear belleza. Lo denunció Ortega: el esteticismo es el riesgo que amenaza a la Tauromaquia y la conduce a un manierismo decadente.
Se ha buscado la «toreabilidad» del toro. ¿Cómo puede ser esa cursilería? Nunca he oído hablar de la «jamoneidad» del jamón: todos son jamones, buenos o malos. Hay que buscar toros bravos, nada más.
Una comparación mil veces repetida: se ha echado demasiada agua al vino de la casta. ¿Quién puede separarla? Sencillamente, se han pasado. Recuperar la casta perdida es tarea difícil (pero no imposible). Más arduo es cambiar la mentalidad de los diestros y de los públicos...

Los toros rechazados
Los rechazos, en el reconocimiento previo, de corridas completas —o casi íntegras— han sido otra de las malas noticias de este San Isidro. ¿Tan mal presentadas venían? Suponemos que sí. ¿Quién tiene la culpa? No lo sabemos: ¿los ganaderos; los veedores de la empresa o de las figuras; los veterinarios; los presidentes? ¿Ha influido la crisis económica en la escasa alimentación del ganado?

El trapío de Las Ventas
Al fondo está una cuestión peliaguda: ¿cuál es el trapío exigible en Madrid? ¿Qué remate deben tener los toros? Es algo decisivo pero, inevitablememente, subjetivo. Habría que intentar un cierto consenso entre aficionados y profesionales; si no, Las Ventas puede llegar a convertirse en una casa de orates. A veces, lo parece. La seriedad del toro, el trapío, no se mide por la tablilla ni siquiera por el tamaño. Dentro de límites razonables, importan mucho más la integridad, la pujanza, la casta, la movilidad, la sensación de peligro, la emoción... Un ejemplo claro: el citado «Bastonito», paradigma de toro bravo, fue pitado de salida por chico...

Los veterinarios
En Sevilla se han puesto en marcha dos iniciativas razonables. Los veterinarios hacen un primer reconocimiento de los toros elegidos, en el campo. A propuesta de los abonados, se han hecho públicos lo informes veterinarios sobre los toros de la Feria. Las dos cosas podrían implantarse en Madrid: lo primero, evitaría rechazos; lo segundo, añadiría trasparencia.

Las figuras no quieren venir a Madrid
Toda la vida, torear en Madrid ha supuesto un trago duro: «En Madrid, que atoree San Isidro», sentenció El Guerra. Pero eso es lo que ha dado siempre categoría (y dinero) a las figuras. Actuar en las grandes Ferias (Madrid, Sevilla, Bilbao, Valencia, Pamplona) suponía una obligación. Además, el público exigía que mostraran su maestría con toros de ganaderías presuntamente «duras», junto a otros, menos exigentes.
El empresario de Las Ventas ha declarado que las figuras sólo querían venir una tarde; con gran esfuerzo, consiguió que vinieran dos... Desde el punto de vista de la comodidad, es lógico: en Madrid se les exige mucho y, a veces, con injusticia. Desde el punto de vista de la grandeza de la Fiesta, no.

Monoencaste Domecq
Las figuras exigen no salirse de un reducidísimo grupo de ganaderías: Núñez del Cuvillo, Victoriano del Río, Juan Pedro Domecq, Garcigrande, Zalduendo... El predominio del «monoencaste» Domecq es abrumador.

Manolete, máxima figura, acepta torear miuras en Linares. En 1942, Antonio Bienvenida toma la alternativa en Madrid, con toros de Miura, de manos de su hermano Pepe; al inutilizarse, se niegan a matar reses de otra divisa y pasan a la cárcel. (Comentario obvio: ¿qué figura de hoy iría a la cárcel por empeñarse en matar toros de Miura?). Luis Miguel y Ordóñez matan con frecuencia toros de Conde de la Corte, de Pablo Romero, de Palha. Paco Camino tiene predilección por los de encaste Santa Coloma...
El público no hubiera tolerado, antes, que las figuras se hubieran limitado a los toros presuntamente más «cómodos». En las grandes Ferias, tenían que matar de los dos grupos, para confirmar su categoría. Eran otros tiempos... Por eso la Fiesta estaba más viva, suscitaba más pasión.

Si no cambia todo esto; sobre todo, si no se recupera la casta brava, seguiremos aburriéndonos, muchas tardes, y el público acudirá cada vez menos a las Plazas: la Fiesta estará herida de muerte.


[1] El original de la gacetilla es hoy una rara avis cotizadísima en el mercado del libro viejo, de la polilla aficionada al folio escrito.

lunes, 11 de junio de 2012

DESPERDICIOS

 A Manuel Domínguez “Desperdicios” le dejó tuerto un toro de Concha y Sierra que le sacó un ojo de una cornada en una corrida en el Puerto de Santamaría. Quien no ha visto toros en El Puerto no sabe lo que es un día de toros dijo uno. Pasó entonces de Desperdicios a ser conocido como Jaca Tuerta, comprensible matiz en el mote que se adaptada a la evolución de las características físicas del apodado. Clara muestra del sentido de la observación de entonces y de toda nuestra crudeza. Porque digámoslo sinceramente, yo entiendo perfectamente el mote y hasta lo reivindico un poco, el mote acerado y la sociedad que lo pica, a la vista de la mojigatería hoy reinante. El péndulo ha oscilado en exceso y cansan las sensiblerías, la hipocresía, la ansiedad contemporánea. Es cierto que ante una desgracia semejante (las ha habido) nos costaría hoy reaccionar así y es esta, una más de las paradojas asociadas a la supervivencia de los toros en una sociedad que ha pasado de saltar al ruedo para perseguir a un novillo manso a palos, como en la Barcelona de 1912, a no querer ver nada más que pasitos de ballet por el ruedo, con el toro haciendo el “pas de deux”. Pero que cuando se produce la desgracia la reproduce a todo color en todos los medios. Cosa que la sociedad de los motes implacables no hizo con la muerte de Manuel Granero, evitándose cuidadosamente la publicación de las fotos de la cogida, que existían. Es historia conocida.

Si uno era "el gordo" y se queda cojo, pasa a ser "el cojo", lógicamente, primando en la caracterización cojera sobre gordura. Cabría también pasar a ser el gordo cojo o el cojo gordo. Nada de eso, ahora es uno malpisante en terapia de endocrino. 

Hace unos días, en los toros, al girarme hacia mi infantil vecino de la derecha, sospechosamente inmóvil, comprobé con sorpresa que tenía el semblante demudado porque estaba pasando miedo por lo que veía en el ruedo. Y es que en el ruedo había ganado bravo de verdad, y encastado y con pies. No era la primera vez, ni mucho menos, que el niño iba a los toros, pero era probablemente una de las primeras veces (podemos contar otras dos) en que asistía al espectáculo con el protagonista, el toro, entero y espectacular.

Tato

El gran Wenceslao



De Wenceslao Fernández Florez esta genialidad:

“No es fácil escribir un libro de lecturas para la infancia. Muchos creen que para esto basta con que el autor carezca absolutamente de talento. Es un error. Hay en el mundo muchísimos tontos incapaces de producir esta clase de obras. Un tonto vulgar, un tonto que no rebase el nivel corriente de la tontería, no podrá nunca dar a luz un tomo de esa especie; hace falta ser un genio de lo ñoño, penetrar en los más profundos abismos de la pesadez, saber extraer la preciosa esencia del más idiota de los aburrimientos, y verterla en unas cuantas páginas.

Los libros de lecturas infantiles son un dique providencial opuesto a la audacia de los hombres. Todo el mundo sabe que la Naturaleza se defiende de mil maneras contra los atrevimientos del humano saber. Si no hiciese esto sus secretos serían bien pronto violados. Los libros de lectura de las escuelas son su arma principal y eficacísima. El cerebro mejor dispuesto después de varios repasos a Las tardes de Manolito, El niño bueno o El preceptor de Pepito, queda inútil para todo lo que no sea el servicio del Estado en las oficinas públicas. Manolito, Pepito y Florita son, en estas páginas, encarnaciones de lo imbécil. Si una subsiguiente educación no acudiera a manera de contraveneno espiritual, el mundo, lleno de esos seres, se haría insoportable.

Debía organizarse una Liga que protegiese a los chiquillos contra tales lecturas.”

Wenceslao Fernández Florez
Los ojos del diablo