lunes, 18 de junio de 2012
miércoles, 13 de junio de 2012
UN MAL FUMEQUE.
Para
esa famosa historia española del cigarro puro, en proyecto, que sería réplica y
alternativa a esos libros que consiguen la gesta de escribir sobre habanos sin
mentar a España, citando casi en exclusiva a personajes y fumadores
anglosajones, este pasaje extraordinario del extraordinario Galdós.
Describe
con su genialidad sencilla, como disimulada, los efectos terribles de fumar en
ayunas un mal puro. Decimos que en ayunas, aunque al principio del texto se habla de que el protagonista ha comido. Es un decir. La descripción del puro es terrorífica (… el color verdoso de la retorcida yerba, toda
llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices…), la de sus efectos
hasta el desmayo no lo es menos. En fin, alabar a estas alturas a Galdós es un
poco de Perogrullo. Quizá no lo sea recomendar su lectura, porque cada página
es un descubrimiento. Del doctor Centeno, desconocíamos hasta hace poco incluso su existencia, y
ha sido toda una sorpresa.
Aquí
va el texto:
Después
de comer como los señores, piensa mi hombre que fumarse ricamente un puro es
cosa también muy conforme con el señorío. ¡Lástima no tener fósforos de velita
para echar al viento la llama y encender, a estilo de caballero, en el
hueco de la mano! El héroe coge el cigarro, lo examina sonriendo, le da
vueltas, observa la rígida consistencia de las venas de su capa, admira su
dureza, el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y
de costurones y cicatrices como piel de veterano. Parece, por partes, un pedazo
de cobre oxidado, y por partes longaniza hecha con distintas sustancias y
despojos vegetales. ¡Y cómo pesa! El héroe lo balancea en la mano. Es soberbia
pieza de a tres... ¡Fuego!
Un papelillo entero de misto se consume en la
empresa incendiaria; pero al fin el héroe tiene el gusto de ver quemada y
humeante la cola del monstruo. Este se defiende con ferocidad de las quijadas,
que remedan los fuelles de Vulcano. Lucha desesperada, horrible, titánica. El
fuego, penetrando por los huecos de la apretada tripa, abre largas minas y
galerías, por donde el aire se escapa con imponentes bufidos. Otras partes del
monstruo, carbonizadas lentamente, se retuercen, se esparrancan, se dividen en
cortecillas foliáceas. Durísima vena negra se defiende de la combustión y asoma
fiera por entre tantas cenizas y lavas... Pero el intrépido fumador no se
acobarda y sus quijadas sudan, pero no se rinden. ¡Plaf! Allá te va una nube
parda, asfixiante, cargada de mortíferos gases. Al insecto que coge me le deja
en el sitio. Síguele otra que el héroe despide hacia el cielo como la humareda
de un volcán; otra que manda con fuerza hacia el Este. El ocaso, el cierzo son
infestados después. ¡Con qué viril orgullo mira el valiente las espirales que se
retuercen en el aire limpio! Luego le cautiva y embelesa el fondo de país
suburbano que se extiende ante su vista, el cual comprende el Hospital, la
Estación, fábricas y talleres remotos y por fin los áridos oteros de los términos
de Getafe y Leganés. No lejos de las últimas construcciones se nota algo que
brilla a trechos entre los pelados chopos, como pedazos de un espejillo que se
acaba de romper en las manos de cualquier ninfa ribereña. Es el río que debe su
celebridad a su pequeñez, y su existencia a una lágrima que derramó sin duda
San Isidro al saber que estos arenales iban a ser Corte y cabeza de las
Españas. El héroe mira todo con alegría, y después escupe.
Contempla la mole del Hospital. ¡Vaya que es
grandote! La Estación se ve como un gran juguete de trenes de los que hay en
los bazares para uso de los niños ricos. Los polvorosos muelles parece que no
tienen término. Las negras máquinas maniobran sin cesar, trayendo y llevando
largos rosarios de coches verdes con números dorados. Sale un tren. ¿A dónde
irá? Puede que a la Rusia o al mesmo Santander... ¡Qué tié que
ver esto con la estación de Villamojada! Allá va echando demonios por aquella
encañada... Sin ponderancia, esto parece la gloria eterna. ¡Válgate
Dios, Madrid! ¡Qué risa!... Al héroe lo entra una risa franca y ruidosa, y
después vuelve a escupir.
¿Pues y la casona grande que está allí arriba con
aquella rueda de colunas?... ¡Ah!, ya, ya lo sabe. Paquito el ciego se
lo ha dicho. Ya se va destruyendo. ¡Sabe más cosas...! En aquella casa se
ponen los que cuentan las estrellas y desaminan el sol para saber esto
de los días que corren y si hay truenos y agua por arriba... Paquito lo ha
dicho también que tienen aquellos señores unas antiparras tan grandes como
cañones, con las cuales... Otra salivita.
¿Pero qué pasa? ¿Los orbes se desquician y ruedan
sin concierto? El Hospital empieza a tambalearse, y por fin da graciosas
volteretas poniendo las tejas en el suelo y echando al aire los cimientos
descalzos. La Estación y sus máquinas se echan a volar, y el río salpica sus
charcos por el cielo. Este se cae como un telón al que se le rompen las
cuerdas, y el Observatorio se le pone por montera a nuestro sabio fumador, que
siente malestar indecible, dolor agudísimo en las sienes, náuseas,
desvanecimiento, repugnancia... El monstruo, vencedor y no quemado por entero,
cae de sus manos; quiere el otro dominarse, lucha con su mal, se levanta, da
vueltas, cae atontado, pierde el color, el conocimiento, y rueda al fin como
cuerpo muerto por rápida pendiente como de tres varas, hasta dar en un hoyo.
Benito Pérez Galdós
El doctor Centeno
martes, 12 de junio de 2012
TOROS
A
continuación el texto de Andrés Amorós haciendo balance de San Isidro 2012.
El balance lo hace un crítico que es todo mesura, pero que bajo su aparente falta de mordacidad, no ha perdido la capacidad de ver y de analizar. En medios oficiales creo que es el único y esto le honra. Modestia aparte, mucho de lo que dice viene a coincidir con
algunas cosas ya comentadas en la extraordinaria gacetilla Cepo Gordo en su
número de marzo del 2010. Reproduciremos en la entrada siguiente el
artículo que en su día Tato no firmó porque no quiso y que se refería a estas
cuestiones, ¡ya entonces![1].
La clave de la decadencia de la Fiesta, una de las principales al menos, está en la pésima calidad de la
afición que asiste a un espectáculo sin saber nada y por lo tanto sin entender
nada ni preguntarse por lo que ve, buscando extasiarse ante no se sabe que
pasmo artístico, tan paleta y cursi como la horrible carpa Hemingway instalada
delante de la plaza de las Ventas, que con palabras de Galdós viene a ser el
“alcázar de la grosería”, con un vehículo marca Porsche presidiendo. Y la gente
se aburre claro, porque busca figuras cuando en España, hoy, figuras del toreo
no hay, y va a los toros, sin saber una palabra de lo que es un toro, sin saber
ni siquiera que toros se lidiarán en la tarde para la que lleva el billete en
el bolsillo, a que encaste pertenecen, como deberían comportarse, que
dificultades presentan, etc. Acuden a los toros como quien abre un grueso tomo
de literatura sin saber leer. Tiene que producirse un milagro para que salga
bien la cosa. Les han dicho que ante el tomazo hay que extasiarse si el torero
se estira mucho, en plan lago de los cisnes y esto es lo que esperan para caer
rendidos. En fin, no repitamos el artículo de don Andrés que viene a
continuación y es más moderado.
Tato
La decadencia de la casta brava,
por Andrés Amorós
(ABC Digital 10 de junio del
2012).
En
esta España nuestra, tan dividida, pocas cuestiones suscitan tanta unanimidad
como ésta: la Feria de San Isidro ha sido mala. En este punto, no hay derechas
ni izquierdas, «progres» ni «carcas», del Madrid o del Barcelona. Todos, de
acuerdo.
En
un terreno en el que las pasiones son tan extremadas, intentemos señalar las
causas del pesimismo.
La
bravura, a la baja
La
decadencia de la casta es la madre del cordero, la raíz de todos los problemas.
Los que acuden ocasionalmente a la Plaza preguntan, ingenuamente: ¿por qué se
eligen estos toros, que impiden el triunfo? Se resume en una cadena muy clara:
el número de aficionados cada vez es menor. (La sociedad española se ha hecho urbana,
ha perdido la conexión con el campo, con la realidad del toro bravo).
Consecuencia: los espectadores sólo acuden a las corridas en las Ferias, por el
factor social que eso supone. (Fuera de Feria, son una ruina). Compran su
entrada, la mayoría, sin saber qué toros se van a lidiar, atraídos sólo por los
nombres de algunos diestros.
Mandan
los toreros
Esos
toreros exigen elegir la ganadería que van a torear. Buscan, lógicamente, el
que propicie su triunfo. Pero eso ha derivado en la comodidad: un tipo de toro
que no moleste demasiado; que, si sale bueno, facilite el éxito; y, si sale
malo, no cree muchos problemas... Por su parte, los ganaderos necesitan vender
sus productos, cuya crianza les ha supuesto un gasto importante; si no, se
arruinarían... Y los empresarios compran los toros que los toreros quieren,
para que accedan a torear en una Plaza incómoda, para ellos, como es Las
Ventas... El círculo se ha cerrado. No mandan en la Fiesta los ganaderos ni los
empresarios sino los toreros famosos; o, mejor, sus apoderados.
Una
anécdota lo puede resumir. En Sevilla, en una conferencia, hice un canto a
«Bastonito», de Baltasar Ibán: un toro bravo, fiero, que creó dificultades y
consagró a César Rincón. Un ilustre ganadero me contestó: «Si le sale otro tan
bravo como “Bastonito”, el ganadero tendrá que mandar al matadero toda su
ganadería». Yo me limité a apostillar: «Así estamos..» Y así seguimos.
Selección
del toro artista
La
decadencia general de la casta brava es un hecho indudable y lamentable. Desde
hace años, se ha seguido un camino equivocado: buscar el toro suave, dócil,
manejable, en vez del bravo, fiero, poderoso, que ha sido siempre la base de
esta Fiesta, lo que le da su grandeza heroica. ¿Cómo se consigue esto?
Naturalmente, con la selección de las vacas y los sementales que pueden ir en
esta línea.
El
lenguaje no es inocente, revela una mentalidad. Ha sido nefasta la expresión
del «toro artista»: el único artista es el diestro, que somete, domina, a un
animal arrogante, feroz, y, con este material tan peligroso, es capaz de crear
belleza. Lo denunció Ortega: el esteticismo es el riesgo que amenaza a la
Tauromaquia y la conduce a un manierismo decadente.
Se
ha buscado la «toreabilidad» del toro. ¿Cómo puede ser esa cursilería? Nunca he
oído hablar de la «jamoneidad» del jamón: todos son jamones, buenos o malos.
Hay que buscar toros bravos, nada más.
Una
comparación mil veces repetida: se ha echado demasiada agua al vino de la
casta. ¿Quién puede separarla? Sencillamente, se han pasado. Recuperar la casta
perdida es tarea difícil (pero no imposible). Más arduo es cambiar la
mentalidad de los diestros y de los públicos...
Los
toros rechazados
Los
rechazos, en el reconocimiento previo, de corridas completas —o casi íntegras—
han sido otra de las malas noticias de este San Isidro. ¿Tan mal presentadas
venían? Suponemos que sí. ¿Quién tiene la culpa? No lo sabemos: ¿los ganaderos;
los veedores de la empresa o de las figuras; los veterinarios; los presidentes?
¿Ha influido la crisis económica en la escasa alimentación del ganado?
El
trapío de Las Ventas
Al
fondo está una cuestión peliaguda: ¿cuál es el trapío exigible en Madrid? ¿Qué
remate deben tener los toros? Es algo decisivo pero, inevitablememente,
subjetivo. Habría que intentar un cierto consenso entre aficionados y
profesionales; si no, Las Ventas puede llegar a convertirse en una casa de
orates. A veces, lo parece. La seriedad del toro, el trapío, no se mide por la
tablilla ni siquiera por el tamaño. Dentro de límites razonables, importan
mucho más la integridad, la pujanza, la casta, la movilidad, la sensación de
peligro, la emoción... Un ejemplo claro: el citado «Bastonito», paradigma de
toro bravo, fue pitado de salida por chico...
Los
veterinarios
En
Sevilla se han puesto en marcha dos iniciativas razonables. Los veterinarios
hacen un primer reconocimiento de los toros elegidos, en el campo. A propuesta
de los abonados, se han hecho públicos lo informes veterinarios sobre los toros
de la Feria. Las dos cosas podrían implantarse en Madrid: lo primero, evitaría
rechazos; lo segundo, añadiría trasparencia.
Las
figuras no quieren venir a Madrid
Toda
la vida, torear en Madrid ha supuesto un trago duro: «En Madrid, que
atoree San Isidro», sentenció El Guerra. Pero eso es lo que ha dado
siempre categoría (y dinero) a las figuras. Actuar en las grandes Ferias
(Madrid, Sevilla, Bilbao, Valencia, Pamplona) suponía una obligación. Además,
el público exigía que mostraran su maestría con toros de ganaderías
presuntamente «duras», junto a otros, menos exigentes.
El
empresario de Las Ventas ha declarado que las figuras sólo querían venir una
tarde; con gran esfuerzo, consiguió que vinieran dos... Desde el punto de vista
de la comodidad, es lógico: en Madrid se les exige mucho y, a veces, con
injusticia. Desde el punto de vista de la grandeza de la Fiesta, no.
Monoencaste
Domecq
Las
figuras exigen no salirse de un reducidísimo grupo de ganaderías: Núñez del
Cuvillo, Victoriano del Río, Juan Pedro Domecq, Garcigrande, Zalduendo... El
predominio del «monoencaste» Domecq es abrumador.
Manolete,
máxima figura, acepta torear miuras en Linares. En 1942, Antonio Bienvenida
toma la alternativa en Madrid, con toros de Miura, de manos de su
hermano Pepe; al inutilizarse, se niegan a matar reses de otra divisa y pasan a
la cárcel. (Comentario obvio: ¿qué figura de hoy iría a la cárcel por empeñarse
en matar toros de Miura?). Luis Miguel y Ordóñez matan con frecuencia toros de
Conde de la Corte, de Pablo Romero, de Palha. Paco Camino tiene predilección
por los de encaste Santa Coloma...
El
público no hubiera tolerado, antes, que las figuras se hubieran limitado a los
toros presuntamente más «cómodos». En las grandes Ferias, tenían que matar de
los dos grupos, para confirmar su categoría. Eran otros tiempos... Por eso la
Fiesta estaba más viva, suscitaba más pasión.
Si
no cambia todo esto; sobre todo, si no se recupera la casta brava, seguiremos
aburriéndonos, muchas tardes, y el público acudirá cada vez menos a las Plazas:
la Fiesta estará herida de muerte.
[1] El original de la gacetilla es hoy una rara avis cotizadísima en el
mercado del libro viejo, de la polilla aficionada al folio escrito.
lunes, 11 de junio de 2012
DESPERDICIOS
A Manuel Domínguez “Desperdicios” le dejó tuerto un toro de Concha y Sierra que le sacó un ojo de una cornada en una corrida en el Puerto de Santamaría. Quien no ha visto toros en El Puerto no sabe lo que es un día de toros dijo uno. Pasó entonces de Desperdicios a ser conocido como Jaca Tuerta, comprensible matiz en el mote que se adaptada a la evolución de las características físicas del apodado. Clara muestra del sentido de la observación de entonces y de toda nuestra crudeza. Porque digámoslo sinceramente, yo entiendo perfectamente el mote y hasta lo reivindico un poco, el mote acerado y la sociedad que lo pica, a la vista de la mojigatería hoy reinante. El péndulo ha oscilado en exceso y cansan las sensiblerías, la hipocresía, la ansiedad contemporánea. Es cierto que ante una desgracia semejante (las ha habido) nos costaría hoy reaccionar así y es esta, una más de las paradojas asociadas a la supervivencia de los toros en una sociedad que ha pasado de saltar al ruedo para perseguir a un novillo manso a palos, como en la Barcelona de 1912, a no querer ver nada más que pasitos de ballet por el ruedo, con el toro haciendo el “pas de deux”. Pero que cuando se produce la desgracia la reproduce a todo color en todos los medios. Cosa que la sociedad de los motes implacables no hizo con la muerte de Manuel Granero, evitándose cuidadosamente la publicación de las fotos de la cogida, que existían. Es historia conocida.
Si uno era "el gordo" y se queda cojo, pasa a ser "el cojo", lógicamente, primando en la caracterización cojera sobre gordura. Cabría también pasar a ser el gordo cojo o el cojo gordo. Nada de eso, ahora es uno malpisante en terapia de endocrino.
Hace unos días, en los toros, al girarme hacia mi infantil vecino de la derecha, sospechosamente inmóvil, comprobé con sorpresa que tenía el semblante demudado porque estaba pasando miedo por lo que veía en el ruedo. Y es que en el ruedo había ganado bravo de verdad, y encastado y con pies. No era la primera vez, ni mucho menos, que el niño iba a los toros, pero era probablemente una de las primeras veces (podemos contar otras dos) en que asistía al espectáculo con el protagonista, el toro, entero y espectacular.
Tato
El gran Wenceslao
De
Wenceslao Fernández Florez esta genialidad:
“No es fácil escribir un libro de
lecturas para la infancia. Muchos creen que para esto basta con que el autor
carezca absolutamente de talento. Es un error. Hay en el mundo muchísimos
tontos incapaces de producir esta clase de obras. Un tonto vulgar, un tonto que
no rebase el nivel corriente de la tontería, no podrá nunca dar a luz un tomo
de esa especie; hace falta ser un genio de lo ñoño, penetrar en los más
profundos abismos de la pesadez, saber extraer la preciosa esencia del más
idiota de los aburrimientos, y verterla en unas cuantas páginas.
Los
libros de lecturas infantiles son un dique providencial opuesto a la audacia de
los hombres. Todo el mundo sabe que la Naturaleza se defiende de mil maneras
contra los atrevimientos del humano saber. Si no hiciese esto sus secretos
serían bien pronto violados. Los libros de lectura de las escuelas son su arma
principal y eficacísima. El cerebro mejor dispuesto después de varios repasos a
Las tardes de Manolito, El niño bueno o El preceptor de Pepito, queda inútil
para todo lo que no sea el servicio del Estado en las oficinas públicas. Manolito,
Pepito y Florita son, en estas páginas, encarnaciones de lo imbécil. Si una
subsiguiente educación no acudiera a manera de contraveneno espiritual, el
mundo, lleno de esos seres, se haría insoportable.
Debía
organizarse una Liga que protegiese a los chiquillos contra tales lecturas.”
Wenceslao Fernández Florez
Los ojos del diablo
jueves, 7 de junio de 2012
INDICE
El
melón; Disputa sobre un vino (o ¿Pero hay vino malo?); La cena en la terraza;
Los trajes de baño verdes; El árbol torcido; Llegan las bicicletas; Moras y una
caída; Tarde de excursión; El palacio de los Ibarra; Lecturas; Retiradas a la
francesa; La subida al Castillo o tormenta en la cumbre; Martirio y exaltación
de don Calixto; La visita; Entusiasmo y acacias; etc.
Los enfados de Doroteo.
El motivo del enfado tiene su origen en el insulto dirigido por un gacitellero local al buen Alcides Bergamota. El ilustre polígrafo ha sido calificado de "conejo pantuflero", en la tercera de la gaceta Saña, publicada hace unos días y de poca difusión, es cierto. Pero un número ha sido deslizado con nocturnidad por debajo de la puerta de la mansión de Alcides, en su exilio provinciano, para darle un soponcio a la hora del desayuno. Ya no hay caridad. El Sr. Bergamota podrá ser un algo conejil, pero nunca ha tenido pantuflas.
Uno está
en lo que está, la verdad, en cuanto a intereses, aficiones, lectura y demás.
Así son las cosas y será raro que por mucho lazo que nos tiren metamos la pata
para dejarnos coger por cuestiones del todo ajenas, que no linden al menos con
aquello en lo que estamos. Son cosas de la condición humana. Nos dirá el que
esto lea (probablemente “naides”), que parece mentira la inmensa falta de
curiosidad de la que nos vanagloriamos en pandilla Doroteo, Tato, Alcides,
Serapio y el resto de la cuadrilla. Y todos en coro le diremos que no, que al
revés, que lo que tenemos es una curiosidad enorme y por eso, no logrando
saciar apenas la propia, no podemos asumir además la ajena. Añadiremos a la
contestación, para que se deje oír por encima de la voz coral, algún insulto,
algún exabrupto, un ¡¡memo!! o cosa por el estilo. Añadiremos también, que la
curiosidad de nuestro interlocutor nos importa un pito, que su visión del mundo
menos y que su carapan nos da la risa. ¡¡Ea!!
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